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Cuando el periodismo de calle lo hacen los lectores

Media

New York, New York: 50 años del Metropolitan Diary

La sede de ‘The New York Times’

SOPA Images / Getty

En noviembre de 1976, el New York Times estrenó la primera columna de Metropolitan Diary , una nueva sección que, 50 años después, sigue siendo una de las más populares y leídas del diario.

La semana en que se publicó esa primera edición de Metropolitan Diary , la versión impresa del The New York Times era entonces un producto intimidante que cada siete días imprimía más de 1.200 páginas. Solo la edición dominical de esa misma semana tenía casi 700 páginas. Pero si el mundo digital ha revolucionado esta industria, hay algo que no ha cambiado: la gente sigue leyendo con fruición y deleite, en papel o en pantallas digitales, historias de un periodismo de cercanía, que “inquieta, emociona y hace pensar”.

Eso es lo que hacen desde hace medio siglo la legión de lectores, metidos a periodistas, del Metropolitan Diary : Textos cortos que son una humilde antología de anécdotas significativas y reveladoras, divertidas y ocurrentes, que desprenden el aroma de una ciudad única, ahora con su primer alcalde musulmán, nacido en el mismo barrio que Donald Trump. Sin embargo, estas microhistorias casi nunca tratan de cuestiones políticas. Son destellos de la vida ordinaria de una ciudad donde cada domingo se celebran oficios religiosos en más de 100 idiomas. Una ciudad donde sigue siendo verdad lo que escribió su mejor cronista E. B. Withe cuando dijo que los neoyorquinos se dividen en locales y forasteros. Locales son los que viven allí sin distinción de países de origen, y forasteros o extranjeros son los turistas, pero también los norteamericanos de otros estados que visitan la ciudad. La distinción de White no es baladí porque refleja una realidad universal: uno es de donde vive, trabaja y se siente acogido. Y los neoyorquinos son un ejemplo de esa libertad: ser de donde uno quiere ser.

Textos cortos que son una humilde antología de anécdotas significativas y reveladoras, divertidas y ocurrentes, que desprenden el aroma de una ciudad única

La sección fue inventada por el entonces subdirector de The New York Times , Arthur Gelb. Se publica cada lunes. En sus comienzos los autores de estas mini-historias recibían una botella de Moët & Chandon, que luego pasó a ser de Korbel, más tarde de Lanson, y luego una taza de porcelana con el logo de la sección. Hoy su publicación es el único premio. En 1997 se publicó un libro muchas de estas historias. Cada semana reciben casi un centenar de textos. Hoy están ilustradas con viñetas gráficas minimalistas de Agnes Lee. Las que siguen a continuación son ocho ejemplos de estas historias, no literales y resumidas libremente.

A veces son tan breves como esta: “No confío en la gente que no gusta de los perros, pero siempre me fío cuando un perro no gusta de una persona”.

Una de las más recientes decía: “Siempre recordaré mi primera maratón de Nueva York. Corrimos 50.000 personas y fui una de las últimas en llegar, ya era de noche, lloviznaba y no había taxis; envuelta en una sábana térmica y tras 42 kilómetros estaba agotada. Vi una conocida hamburguesería, entré y me senté en la barra. El camarero me preguntó: ¿Hizo usted la maratón? Cuando le dije que sí, alzó su voz para que le oyeran todos los clientes y anunció: Atención. Esta señorita ha corrido la maratón. ¡Cerveza para todos, paga la casa!”

Una de porteros: “La parada del bus M5 estaba frente a la puerta del edificio donde yo vivía. Con frecuencia me olvidaba alguna cosa en el apartamento y corría de vuelta para no perder el próximo bus. La segunda vez que mi portero me vio correr angustiada, sonrió y dijo: “Mrs. Wilde. Escena 1. Toma 2”.

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Esta de héroes anónimos: “Tras una fiesta nocturna yo y mis amigos fuimos a tomar el último ferry para Long Island, pero llegamos tarde. Abatidos nos sentamos en los escalones de la terminal cuando, de pronto,vimos que se aproximaba un viejo remolcador: ¿Ey, necesitan ayuda? Si, hemos perdido el ferry a Long Island. El anciano marinero abrió la compuerta, nos invitó a subir y dijo: Yo los llevo gratis. Esto es Nueva York.”

Otra de la misma estirpe: “Mi novia y yo llegábamos tarde al restaurante. La reserva estaba en peligro. No había taxis y el metro estaba lejos. Pasó un ciclo-taxi y nos llevó velozmente. A la hora de pagar su terminal digital no funcionaba y le pagué en metálico. Ya en los postres, el maître me dijo: afuera está un ciclo-taxista y quiere hablar con usted. Salí y el chaval se excusó: la terminal ya funciona y sin quererlo procesó su antiguo pago. Vengo a devolverle su dinero.”

Una de humor negro: “Era nuestro primer hijo. Llegamos al hospital y la matrona nos dijo: está a punto de parir. Lo siguiente serán fuertes contracciones y luego romperá aguas. Pero ahora tengo que hacer otra cosa. Vuelvo pronto, tengo que mover mi coche antes de que se me lo lleve la grúa.”

Otra que demuestra que todavía hay esperanza: “Cargada con todo mi equipaje, camino del aeropuerto, como tenía tiempo de sobra, pedí un taxi que me dejó en el Metropolitan Museum. En la guardarropía me dijeron que allí no podía dejar maletas. Recordé que muy cerca estaba una tienda de ropa donde solía comprar y allí pedí que me guardaran mi equipa por dos horas. Cuando volvía al museo tropecé en la acera, me caí aparatosamente y un viandante llamó a una ambulancia. Ya en la camilla me preguntaron ¿Tiene usted consigo todo lo que llevaba? Les dije que no, que habías dejado todas mis pertinencias en una tienda. La ambulancia con su sirena ululando aparcó frente a la tienda, cargaron con todas mis cosas y en minutos estaba en el quirófano.”

Y esta de ángeles anónimos: “Nos casamos en el ayuntamiento de Nueva York. Acompañados de unos ocho amigos fuimos a celebrarlo en un pequeño restaurante belga en West Broadway. Como no había ninguna mesa para los 10, el staff juntó varias mesas y pudimos sentarnos juntos. Sólo quedó una pequeña mesa para un cliente de unos 30 años que trabajaba con su laptop. Nos hicimos fotos y el vecino de la computadora se ofreció a hacernos algunas fotos de todos nosotros. Las hizo, volvió a su computadora y después de almorzar se marchó sin decir nada. Cuando pedí nuestra cuenta el dueño del restaurante nos dijo que aquel solitario lo había pagado todo.

Lo dicho: periodismo caviar.