Cuando leí el amplio reportaje que The New York Times dedicó a Barcelona hace unos días reaccioné en dos tiempos. De primeras, esbocé una sonrisa cínica, en plan, bah, qué sabrán estos de mi ciudad. Liz Alderman, su autora, hacía estallar en portada este titular dramático, con foto de la Casa Orsola: “Ciudad de los hogares y las esperanzas perdidas” (City of lost home and hopes). En su versión online, llevaba al título también que la capital catalana se ha convertido en “la zona cero del dilema de la vivienda en Europa”, en el sentido de que su crisis ejemplifica una escasez más amplia de viviendas asequibles que se extiende rápidamente por el Viejo Continente y aumenta la desigualdad.
Un bah solo de entrada. A medida que avancé en la lectura del artículo, entré en la razón de la periodista americana. El retrato que hacía de Barcelona era certero. Aquello despertó en mí nostalgia y rabia, enormes, a partes iguales.
‘The New York Times’ hurga en la sensación de desesperanza de muchos barceloneses
De un tiempo a esta parte mi barrio ha cambiado tanto que hay días que ya no lo reconozco. Llevo unos 20 años viviendo en un edificio antiguo. En la actualidad tiene dos bonitos pisos turísticos bonitos y un enjambre de viviendas de alquiler temporal caras y feas en la parte posterior. Eixample. Suelo bromear con una vecina con que a veces la escalera parece La Rambla, pero aguantamos estoicamente porque el apego y el cariño a un lugar resiste lo indecible, y a Barcelona se la adora.
Cada vez son más los vecinos, ya no de mi escalera sino del barrio, que se van. En nuestra zona –hablo de lo que conozco– salta a la vista cómo el ayuntamiento ha perdido el control sobre el turismo, sobre el mercado de la vivienda, sobre el mix comercial, sobre la limpieza, sobre el mantenimiento, sobre la convivencia entre peatón y bici, bici y coche, coche y autobús...

Portada de 'The New York Times' del 2 de abril con el reportaje alusivo a la situación de la vivienda en Barcelona.
En este Eixample cada vez hay más expats que pagan por un piso una cifra desorbitada que los de aquí no alcanzan ni en sueños. La ley del mercado sigue siendo la ley de la selva. Cada vez hay más turistas, que llenan los locales que sirven brunch y las cafeterías chic donde un café te cuesta tanto como en un local de la T1 del aeropuerto. También hay cada vez más homeless durmiendo en la acera, entre los cartones que dejan fuera los supermercados chinos.
La huida de los viejos residentes se ha acompasado con el cierre de negocios de toda la vida, sustituidos por franquicias o sencillamente por nada. Una cosa sumada a la otra, y la otra a la siguiente y así en un bucle sinfín, la calidad de vida de los de siempre se ha está yendo, con perdón, a la mierda. Nadie ha pensado en mimarnos, qué sé yo, por ejemplo, con ventajas fiscales por llevar tributando aquí media vida.
Si hablamos de la vivienda, está claro que el daño hecho tras casi dos décadas de dejadez frente a la voracidad de inversores privados y la falta de inversión pública no se resolverá en dos días. “La escasez ha permitido subir los precios mucho más que los sueldos”, cuenta The New York Times como si no lo supiéramos ya.
En el mientras tanto, el eslogan de los 5 millones de la metrópolis suena a engañabobos. Mal si te quedas, mal si te vas. Buscan convencernos de que si vamos a vivir fuera también estaremos en Barcelona. Y no. No cuela cuando se comprueba día a día el desastre de Rodalies o el tapón del acceso a la ciudad en coche.
No es que los vecinos abandonen el barrio. Es que el barrio les ha abandonado a ellos. La esperanza perdida era esto.