Lo que se ha llevado la ‘guirización’ de Barcelona

No sé qué tipo de odio despierta el vermut a la barcelonesa entre los dueños de bares y restaurantes del centro urbano para que lo maltraten de la forma que lo hacen. Sobre todo en Ciutat Vella y una parte del Eixample. Sí, quedan excepciones. En la zona donde vivo, por ejemplo –y esto sin pretensión de rigor estadístico–, sobreviven un par que lo sirven, y bien. Solo dos. Los últimos de su especie. No daré el nombre, que Instagram tiene gatillo fácil y donde hoy hay encanto, mañana habrá brunch.

Turistas en el mercado de La Boquería

Turistas en el mercado de La Boquería. 

Xavier Cervera

El vermut clásico es eso tan elemental como sublime: vinito o cerveza, plato de aceitunas y patatas chips. Ya está. La trinidad gloriosa del aperitivo. Cualquier añadido es herejía; cualquier intento de superarlo, pérdida de tiempo. Era uno de los hits de lo que los cursis llaman “la marca Barcelona”, aunque ahora ni aparece en la playlist . El ritual se esfuma, barrido por un tsunami de menús plastificados en cuatro idiomas u otras propuestas gastronómicas de importación siempre con nombres en inglés. Los que aún creemos en el terraceo como forma de civilización tenemos que peregrinar para encontrar un bar en condiciones donde practicar nuestra fe.

Algo tan barcelonés como el vermut está desapareciendo de los bares del centro

La guirización se está llevando el vermut.

A mediodía, esos mismos bares que antes eran trincheras del tapeo te clavan un “Reservado” en la mesa con la misma contundencia que un portazo en la cara. ¿Reservado? ¿Para quién? Pues para ellos, claro: los turistas. Esa marea de humanos que come a las doce y cena a las seis. Capaces de pagar lo que sea por una paella que parece un monumento al mal gusto: el arroz apelmazado en el centro del plato, dispuesto en una columna cilíndrica que corona la cima del dislate. O la tortilla, tiesa como un cartón, servida con la misma alegría con la que se expide una multa.

Mientras tanto, tú, pobre espécimen local, te quedas sin silla y sin vermut. Es una pena que en el radar de algunos dueños de bares ya no estén los barceloneses. Luego extraña que haya quien mire mal a los turistas.

El sistema nervioso de una ciudad no se mide solo por sus startups, sus museos, sus universidades.... También por sus bares. Y por cómo tratan a los que siempre han estado ahí, pidiendo una caña sin necesidad de hacer check-in en ninguna app.

Sí, esto es un artículo de protesta glotona, con aroma a nostalgia y regusto a patata frita. Pero no exagero si digo que los bares son memoria líquida, historia social, cultura. Son parte de los que nos queda.

Y los que amamos el vermut, tememos que corra la suerte de los osos polares. Como la Boqueria: víctima de su éxito, reciclada en decorado para selfies , mientras el Ayuntamiento, tarde, se esfuerza por devolverle una autenticidad que ya ha huido despavorida.

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