El ser humano nace indefenso. Sale de la placenta con el disco duro del cerebro en blanco. Los primeros años de su vida son un constante y agotador aprendizaje basado en la observación y la imitación. Tanto es así que se pasa gran parte del día durmiendo. Tarda lo suyo en aprender a hablar o caminar. Puesto que carece de dentadura, al principio sólo se alimenta a base de leche a ser posible materna. Una vez superada esta primera fase, poco o nada se acuerda de ella. Y es tentador creer que es mejor así, pese a los esfuerzos de Freud.
Entonces llega el día en que empieza a pensar por su cuenta e incluso a cuestionar cuanto le rodea. Aprende a leer y escribir. Sueña. Su formación educativa obligatoria dura años y, en algunos casos -los más felices y fructíferos- una vida entera. Mas el actual sistema de enseñanza no es garantía de nada. Al contrario: son cada vez más alarmantes las deplorables cifras de competencia de los alumnos en casi todas las asignaturas, que van de mal en peor. De modo que muchos jóvenes terminan los estudios tan indefensos ante la vida, cada vez más compleja, incierta y competitiva, que cuando nacieron.
Por supuesto que el problema viene de lejos, pero la revolución digital lo ha acelerado de manera vertiginosa. También pone de su parte - ¡y cómo! - las interferencias políticas en asuntos pedagógicos. El resultado es desolador y sin remedio a la vista.
Arrecia la estupidez sin freno, hasta el extremo de convertir la ignorancia en motivo de orgullo, que fácilmente conduce a un desenfrenado odio ciego teledirigido. Y puesto que no sabemos nada, aunque no en sentido socrático, seguimos a pie de la letra las enseñanzas de cualquier influencer chiflado cuyo único propósito es forrarse.
La inversión de la pirámide demográfica cuenta entre uno de nuestros mayores males
Somos tan indefensos e ignorantes, que incluso nos hacen falta los servicios de un coach para saber atarnos los cordones de los zapatos, respirar o programar las vacaciones. Es como si nuestras mentes fuesen una tabula rasa, nuestras emociones un amasijo necesitado de interferencias ajenas para darle forma, nuestras creencias una veleta a la merced de vientos que cada vez soplan con más fuerza en una sola dirección.
Por lo general, no somos felices. Buscamos alivio y socorro en dañinos y adictivos paraísos artificiales. Hace ya tiempo que no sabemos distinguir la verdad de la mentira, pero tampoco nos importa mucho, dada la incertidumbre y miedo que son nuestro pan de cada día. Y no pasa día que no añada una nueva amenaza a una ya interminable lista de inminentes catástrofes destinadas a volar por los aires nuestro planeta ¡con nosotros dentro!
La inversión de la pirámide demográfica cuenta entre uno de nuestros mayores males. Una ya crítica y menguante tasa de natalidad junto a la revolución informática ha condenado a la gente mayor a una segunda infancia forzosa, pero esta vez sin aprendizaje o salida digna. Ya no se respeta a los viejos, que son percibidos por muchos jóvenes como ignorantes y repelentes niños con arrugas.
Es el mundo al revés. A lo largo de la historia de la humanidad, siempre ha habido más niños que ancianos, quienes, en su calidad de supervivientes sabios y custodios de las tradiciones y las costumbres, recibían el reconocimiento y respeto de la tribu. En nuestra sociedad esto ya no ocurre. De ahí tanta infelicidad.
Nuestros viejos ya no son supervivientes ni seres dignos de respeto, sino unos catetos, una carga
Pero lejos de tratarse de una tendencia -más bien desgracia- privativa de Occidente, se extiende por todas las economías avanzadas, como es el caso de Japón, Taiwán, Singapur o Corea del Sur, como asimismo en la efervescente China urbana.
Nuestros viejos ya no son supervivientes ni seres dignos de respeto, sino unos catetos, una carga, como queda patente en los anuncios que este verano les dirigen nuestros gobernantes, en los que, puesto que hace calor, pues que les dicen que busquen la sombra, se hidraten o que bajen las persianas de día y las suban de noche. En fin, ya nos podemos morir tan indefensos e ignorantes como nacimos.