La víctima de un cura con decenas de denuncias: “A él lo perdono, a la Iglesia no”
La pederastia eclesial
Pablo tenía 9 años cuando el sacerdote se fijó en él: “Nunca olvidaré su aliento a alcohol y tabaco”
Pablo sostiene una foto de cuando era niño
Josep Maria Vendrell, fallecido en el 2004, con 71 años, es uno de los sacerdotes más señalados en el informe que elaboró el Defensor del Pueblo sobre la pederastia eclesial. Decenas de víctimas lo acusan de ser un depredador sexual y de utilizar su triple condición de párroco, responsable de un grupo excursionista y director de un colegio e internado religiosos para cometer abusos y agresiones sexuales durante tres décadas.
Uno de estos denunciantes es un vecino de Valladolid, Pablo (“prefiero que no se publiquen mis apellidos, aunque el Defensor del Pueblo tiene todas mis señas y, si Guayana Guardian me ha encontrado, la Iglesia católica podría hacerlo... Si quisiera). A diferencia de otras víctimas de este pederasta, Pablo sí lo ha perdonado, aunque nunca olvidará la penumbra de su habitación y lo que le hizo. Ni “su aliento a alcohol y tabaco”.
A los que no perdona es a la Iglesia y al Arzobispado de Barcelona, del que dependía el acusado. Desde que en el 2023 habló con dos responsables de la Defensoría del Pueblo, en sendas videoconferencias de “más de hora y media” cada una, nadie se ha puesto en contacto con él. “Necesito que me pidan disculpas y que cumplan sus promesas de reparación”, explica alguien que se confiesa “marcado” por lo que le pasó de niño.
Y eso que él fue un afortunado porque las sevicias se limitaron a toqueteos, besos y baboseos. Otros informantes del Defensor del Pueblo, como Lluís, aseguraron que hubo niños (la mayoría, de entre 8 y 12 años) “que fueron violados” por mosén Vendrell. Su primer destino, en 1965, fue la iglesia de Sant Tomàs d’Aquino, en Gràcia, donde el malestar y las denuncias de las familias motivaron su traslado a otra parroquia cinco años después.
El patio en el que jugaban los internos
“Por eso no puedo perdonar a la Iglesia. Lo que había contra este sacerdote no era un mero runrún ni rumores, sino denuncias taxativas ante el Arzobispado y, como mínimo en un caso, ante la Policía. Y en vez de apartarlo del servicio, lo enviaron a otra iglesia. Y no a una cualquiera, sino a la de Santa Maria, en Caldes d’Estrac, de la que entonces dependían una escuela y un internado religiosos. Él era el director, un lobo entre ovejas”.
Miembro de una familia catalana numerosa (ocho hermanos: seis chicos y dos chicas), con un padre “muy autoritario y religioso”, Pablo y sus hermanos acabaron en el internado de aquella escuela. Él, uno de los mayores, estudió allí tres cursos, los de 1968-1969, 1969-1970 y 1970-1971. Delgado y sensible, con unos ojos verdes que siguen siendo preciosos, se ve a sí mismo en un rincón del patio, rehuyendo los juegos más brutos.
“Mientras otros disfrutaban con el cavall fort (que nosotros llamábamos en realidad churro, media manga, mangotero) yo prefería quedarme al margen, en una esquina”. El religioso, que entre 1954 y 1957, antes de coger los hábitos, fue entrenador en el club de natación Montjuïc, se asomaba a una ventana de su habitación desde donde controlaba toda la zona de juegos y llamaba a algunos críos. Una vez le tocó a él: “Pablo, sube”.
Y Pablo subió. Había estado correteando y tenía la camisa por fuera del pantalón. “¡Ay, este crío! ¡Mira cómo vienes!”, le dijo en cuanto entró en sus dependencias, que siempre estaban en penumbra y con un olor muy rancio que tardó varias visitas en poder identificar, petrificado mientras un hombre de más de 40 años le remetía los faldones y le manoseaba descaradamente los genitales. A él, a un escolar de tercero de EGB.
Fue el disparo de salida. Los “Pablo, sube” se fueron sucediendo. A nadie le extrañaba ni preguntaba por qué. “Lo máximo que llegó a pasar, alguna vez que intenté hacerme el distraído, es que otros niños me zarandearan y me dijeran: ‘¿Que no ves que te llaman?’. Y, claro, yo volvía a subir. Tenía la lección aprendida y, mientras ascendía por aquella oscura escalera de caracol, me recolocaba la ropa para evitar que me volviera a manosear”.
Pero no servía de nada. Él le pedía que se sentara sobre sus rodillas y vuelta a empezar. Cree que hasta la quinta vez no supo por fin qué era aquel olor. Fue cuando fue obligado a recibir un beso con lengua. Tabaco y alcohol, posiblemente Ducados y Soberano. Tenía 9 años, pero aquel aliento le dio alas para hablar en casa. Eran otros tiempos, como ha explicado el escritor Alejandro Palomas, que vivió un calvario incluso peor.
Pablo, en la época de los abusos
La madre le dijo que hablaría con su padre. Y su padre le dijo que no se preocupase, que comería con mosén Vendrell y que lo arreglaría todo. El día de la cita, el religioso se plantó ante Pablo y le espetó: “Oye, ¿tú no habrás ido contando por ahí nada raro, verdad?”. “¡Claro que no!”. Cuando su padre llegó en el Seat 1500 de la familia, se abalanzó sobre él llorando para rogarle que se fuera y no dijera nada. “Tú, tranquilo”, le respondió él.
“Creo que alguien está abusando de mi hijo. Se lo cuento, mosén, para que me lo vigile”, le dijo en el restaurante. “Y, milagro, dejé de existir para él, pero no nos cambiaron de escuela hasta fin de curso. Los dos peores meses de mi vida. Todas las noches pensaba que entraría en el dormitorio que compartía con otra decena de internos y que me acuchillaría”. En 1975, lo del sacerdote era de nuevo un secreto a voces y lo volvieron a trasladar, esta vez a una iglesia de Montcada i Reixac, el antepenúltimo de sus destinos. “¿Por qué lo encubrieron tantos años?”, se pregunta Pablo.