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La cansina decadencia del insulto espontáneo

Baúl de bulos 

La dificultad de ofender no ha sido rectificada hasta el adivinamiento de las redes sociales, en las que el anonimato da alas al cobarde con ganas de insultar

Ilustración de Martín Tognola

LVE

“De la actual dificultad de insultar” es un provocativo artículo que publicaba en 1987 el escritor madrileño Javier Marías en el que expresa su sorpresa al detectar el declive en la capital del Estado del intercambio espontáneo de insultos entre dos o más personas que tratan de ofenderse mutuamente.

El fenómeno le resultaba aún más llamativo tratándose de una ciudad tan tradicionalmente pendenciera y malhablada. Sólo se salvaban de esta tendencia, en su opinión, taxistas, camareros y putas. Y es que, según Marías, “este debilitamiento del lenguaje ofensivo no sería particularmente grave si nuestro país hubiera atenuado asimismo su necesidad de recurrir al insulto”.

No es que el pueblo renunciara a practicar el insulto, sino que se veía privado de la capacidad de ofender. Los clásicos insultos graves tipo “hijo de puta” o “cabrón” se empleaban cada vez más como expresión de admiración o incluso como apelativo de admiración. Esa dificultad de ofender no sería rectificada hasta el adivinamiento de las redes sociales, en las que el anonimato da alas al cobarde con ganas de insultar y, sobre todo, ofender.

Pocos años antes del artículo de Marías, expresaba Luis Buñuel en su libro de memorias, Mi último suspiro, la inmensa capacidad del español a la hora de blasfemar, don que se ha diluido casi por completo en el actual estado laico.

Buñuel, aragonés de Calanda formado en los Jesuitas de Zaragoza, al intentar cruzar en 1937 la frontera con Francia camino de Suiza, tuvo que vérselas con un comandante del P.O.U.M, “personaje del lenguaje feroz que no cesaba de repetir que el Gobierno republicano era una porquería y que, ante todo, era preciso destruirlo”.

Dado que el comandante anarquista no le dejaba pasar con la documentación que llevaba, Buñuel no tuvo más remedio que recurrir a la blasfemia, modalidad lingüística en la que el idioma español no conoce rival. De modo que el cineasta se puso a blasfemar como un demente y lo hizo tan tan bien y de manera tan convincente, que lo dejaron pasar.

La blasfemia es sólo perseguida hoy en día por el islam, como ha quedado claro, sin ir más lejos, con los casos de Salman Rushdie o Charlie Hebdo. La autocensura está a la orden del día en los asuntos más peliagudos, sean de índole religiosa, política o nacionalista, al menos en los medios que no dan pábulo a los blasfemos y difamadores anónimos, que son los peores.

Empezando por el inglés, no todos los idiomas manejan con tanta soltura, imaginación y ganas los tacos e insultos como el español. Mas esta maestría se ha visto empobrecida, entre otros factores, por efecto del doblaje. La omnipresencia del vocablo “fuck” en cine, televisión y series, ha significado el abuso repetitivo de “puto” en la traducción, y cansa, cansa mucho.

Es más que probable que el Diccionario secreto de Cela no encontraría hoy quien lo publicara, como asimismo el Gran diccionario del argot. El Soez (Larousse, 2000), de Delfín Carbonell Basset, con prólogo de Luis María Anson. Y es que el bajo nivel del lenguaje soez empleado por Koldo en los audios que todos hemos oído, indica la preocupante pobreza actual del español medio a la hora de expresarse con malvado deleite y gran dosis de imaginación su insultos y exabruptos.

Tampoco se salvan de la quema parlamentarios o tertulianos cuya penuria oratoria se intenta ocultar bajo una nube de furiosos gritos e insultos pueriles. Menudo espectáculo tan deplorable, del que se escuden los protagonistas bajo la tutela de los guionistas mercenarios de la causa.

Definitivamente, este país de todos los demonios no sólo no ha sabido salvaguardar el enorme legado lingüístico de siglos, sino que sigue sin hallar la manera de atenuar su necesidad de recurrir al insulto.