¿La caída de los índices de lectura rebaja el nivel de la política?

Educación

Los especialistas advierten que leer menos conduce a un pensamiento menos complejo

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Una investigación reveló que el discurso de toma de posesión de Trump correspondió a un nivel de comprensión de primaria, el de George Washington, a un posgrado 

Julia Demaree Nikhinson / Ap-LaPresse

El experimento era sencillo; y también, podría pensarse, la tarea encomendada. Se proporcionó a estudiantes de Literatura de dos universidades estadounidenses los primeros párrafos de Casa desolada de Charles Dickens, y se les pidió que los leyeran y luego los explicaran. Es decir, se pidió a estudiantes de Literatura Inglesa que leyeran literatura inglesa de mediados del siglo XIX. ¿Qué dificultad podía haber?

Pues mucha, según se vio.

Los estudiantes quedaron atónitos ante el lenguaje jurídico y desconcertados ante las metáforas. La descripción dickensiana de la niebla los dejó totalmente obnubilados. No podían comprender el vocabulario básico: un estudiante pensó que cuando se decía que un hombre tenía patillas (“whiskers”), significaba que estaba “en una habitación con un animal, con un gato, creo”. El problema no residía tanto en que esos estudiantes de literatura no fueran lo bastante literarios, sino en que apenas eran letrados.

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La lectura está en peligro. Múltiples estudios en múltiples lugares parecen indicarlo. Los adultos leen menos. Los niños leen menos. Los adolescentes leen mucho menos. A los niños muy pequeños se les lee menos; a muchos no se les lee en absoluto. Los índices de lectura son más bajos entre los niños más pobres, un fenómeno conocido como “brecha de lectura”; sin embargo, la lectura ha disminuido para todos, en todas partes.

En Estados Unidos, la proporción de personas que leen por placer ha caído en dos quintas partes en 20 años, según un estudio publicado en agosto en la revista iScience. La empresa demoscópica YouGov descubrió que el 40% de los británicos no había leído ni escuchado ningún libro en 2024. La lectura a disgusto no está mucho mejor: como ha dicho sir Jonathan Bate, profesor de inglés de la Universidad de Oxford, los estudiantes “se las ven y se las desean para leer una novela en tres semanas”. Incluso el joven con estudios, afirma otro anciano, no tiene “los hábitos de la aplicación y la concentración”.

Tales lamentaciones deben tomarse con cautela: casi lo único que los amantes de los libros aman más que los propios libros es quejarse acerca de ellos y de la lectura. Siempre lo han hecho: el anciano mencionado en el párrafo anterior es Dickens, irónicamente, en Casa desolada. Casi tan pronto como desapareció la inquietud ante la llegada de la lectura (Sócrates temía que “produjera olvido” en quienes la practicaban; el Eclesiastés dice que “escribir muchos libros es tarea sin fin”), surgieron los temores acerca de su declive. Como también dice el Eclesiastés, “nada es nuevo bajo el sol”.

Llegar al punto

Media de palabras por frase en libros populares*

40

El río del francés

Daphne du Maurier

30

20

10

Romper el círculo Colleen Hoover

0

1931

40

60

80

2000

25

*Análisis de fragmentos de libros citados en la lista de éxitos de ventas de The New York Times

Fuentes: Amazon;

New York Times

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25

*Análisis de fragmentos de libros citados en la lista de éxitos de ventas de The New York Times

Fuentes: Amazon;

New York Times

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10

Romper el círculo

Colleen Hoover

0

1931

40

60

80

2000

25

Fuente: Amazon;

New York Times

*Análisis de fragmentos de libros citados en

la lista de éxitos de ventas de The New York Times

Sin embargo, cabría afirmar que lo está ocurriendo ahora sí que es nuevo. No es solo que la gente lea menos, cosa que es cierta; también está cambiando la textura de lo que se lee. Las frases son cada vez más cortas y más sencillas. Hemos analizado cientos de éxitos de ventas citados por The New York Times y hemos descubierto que las frases de los libros populares se han reducido casi un tercio desde la década de 1930.

Si abrimos el bestseller victoriano Modern Painters (Los pintores modernos) de John Ruskin, vemos que su primera frase tiene 153 palabras. Contiene también el severo consejo de que no hay que confiar en la “opinión errónea” del público e incluye un epígrafe que afirma: “La opinión pública no es criterio de excelencia”. Si abrimos un actual éxito de ventas de no ficción de Amazon The Let Them Theory (La teoría Let Them) de Mel Robbins, veremos que su primera frase sólo tiene 19 palabras. El epígrafe dice: “Cómo cambié mi vida”. Entre sus severos consejos encontramos que, para hacer las cosas, hay que contar hacia atrás como la NASA en el lanzamiento de un cohete, porque “una vez empiezas la cuenta atrás, no hay más opción que seguir adelante”. Se trata de un recordatorio de que Ruskin sabía de lo que hablaba.

Los discursos políticos tienen hoy menos complejidad, igual que los libros, que tienden a las frases más cortas

Se responsabiliza a los teléfonos inteligentes del declive de los hábitos de lectura; y no cabe duda de que el número de distracciones ha aumentado. Sin embargo, leer siempre ha sido una molestia. “Un libro grande”, dijo el poeta griego Calímaco, “es un gran mal”. Es algo especialmente cierto después del almuerzo. Se sienta uno a leer y, como señaló un escritor, entra el sol, el día parece “tener cincuenta horas”, el lector “se frota los ojos” y al final se coloca el libro “bajo la cabeza y... acaba echando una cabezada”. Dado que ese lector en concreto era un monje y asceta del siglo IV, probablemente no se distraía con Snapchat.

Así que no es solo que hayan aumentado las distracciones, sino que parece que ha disminuido el deseo mismo de leer. En la época victoriana, florecieron las sociedades de superación personal. En los montes de Escocia, los pastores “mantenían una especie de biblioteca circulante”, escribe Jonathan Rose en su magnífico libro The Intellectual Life of the British Working Classes (“La vida intelectual de las clases trabajadoras británicas”). Los pastores dejaban libros en los huecos de los muros para que otros pastores los leyeran. En las ciudades industriales victorianas, los trabajadores ahorraban para comprar libros. En una localidad escocesa, un niño vio a un trapero leyendo un libro. El libro (que el trapero le prestó) era de Tucídides. El niño era Ramsay MacDonald, que se convertiría en el primer primer ministro laborista de Gran Bretaña.

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Hoy en día, ese entusiasmo por el progreso personal ha disminuido. Algunos responsabilizan de la apatía intelectual moderna al elevado coste de los libros y al cierre de bibliotecas, pero los libros nunca han sido tan baratos. En la época romana, un libro costaba tres cuartas partes de lo que valía un camello (es decir, mucho). En la época victoriana, un ejemplar de Las peregrinaciones de Childe Harold de Lord Byron le costaba a un obrero aproximadamente la mitad de sus ingresos semanales. Y, sin embargo, a finales del siglo XVIII, los índices de alfabetización entre los autodidactas escoceses se encontraban entre los más altos del mundo. Hoy en día, el Childe Harold es gratuito en Kindle, y los lectores pueden encontrar muchos otros libros que cuestan menos que un café. Sin embargo, las tasas de lectura siguen cayendo.

Una explicación más directa es que a la gente los libros sencillamente no les importan. El profesor Bate provocó a todo el mundo con sus comentarios sobre los estudiantes que no leen: admite que decir cosas parece algo “chapado a la antigua”. Sin embargo, si hablamos con profesores, todos se lamentan de la disminución de la capacidad de atención de sus alumnos. Cuando el profesor Rose comenzó a dar clases, enseñaba Casa desolada. Hoy en día no lo intentaría, confiesa; en parte debido a la “presión constante” de las instancias universitarias para que se “asignen cada vez menos lecturas” y en parte porque “los estudiantes sencillamente no lo leerían”. En múltiples encuestas, los jóvenes describen la lectura como “aburrida” y “una pesadez”.

En EE.UU. la lectura de libros ha caído un 40% en 20 años, a pesar de que su precio es cada vez más bajo

Se podría decir: ¿a quién le importa? Los profesores de lengua lamentan la caída de la alfabetización, pero puede que sea por simple interés propio: no tanto por una preocupación ante la disminución de la costumbre como por la disminución del número de clientes. Sin embargo, la alfabetización afecta a más cosas que a las listas de lectura de la universidad. Por un lado, el aumento de la sofisticación literaria parece conducir a una mayor sofisticación política. En su forma más simple, los atenienses del siglo V antes de nuestra era pudieron empezar a practicar el ostracismo (votar para decretar el destierro de alguien escribiendo su nombre en ostraka, en fragmentos de cerámica) porque, como señala el académico William Harris, habían alcanzado “cierto nivel de alfabetización”.

Por el contrario, la disminución de la sofisticación literaria puede conducir a una disminución de la sofisticación política. Nuestro análisis de los discursos parlamentarios británicos ha revelado una reducción de un tercio en una década. También analizamos casi 250 años de discursos de toma de posesión de presidentes estadounidenses utilizando la prueba de legibilidad de Flesch-Kincaid (ideada para conocer la facilidad de comprensión de un texto). El discurso de George Washington obtuvo una puntuación de 28,7, lo que denota un nivel de posgrado, mientras que el de Donald Trump obtuvo una puntuación de 9,4, el nivel de lectura de un estudiante de secundaria.

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No se trata de algo intrínsecamente malo. A menudo, la prosa sencilla es buena prosa, y pocas personas han deseado alguna vez que los discursos de los políticos sean más largos. El profesor Bate es más pesimista. Teme que, si se pierde la capacidad de leer prosa compleja, también se pierda la capacidad de desarrollar ideas complejas que “permiten ver los matices y mantener dos pensamientos contradictorios al mismo tiempo”. El medio es el mensaje, y el mensaje tiene hoy 280 caracteres. (En cambio, Casa desolada tiene alrededor de 1,9 millones de caracteres.)

El declive de la lectura traerá consigo otras pérdidas. Pocos motores de movilidad social son más eficaces que la lectura: sólo hay que preguntar a los pastores escoceses. Los niños ricos quizás lean más, pero la lectura es un invento igualitario. Nadie (ni la niñera, ni el tutor, ni los amigos, ni el colegio pijo) puede obligarte a devorar un libro, excepto tú mismo. La lectura no es sólo una herramienta: también es uno de los grandes placeres de la vida, como bien sabía Dickens. Como dice Joe, el amable herrero de Grandes esperanzas: “Dame un buen libro... y ponme sentado junto a un buen fuego, y no deseo nada mejor”. Cuando la gente olvide eso, el panorama será realmente desolador.

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Traducción: Juan Gabriel López Guix

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