De un tiempo a esta parte, las conversaciones con mis amigos boomers han cambiado. Hemos dejado de hablar de los hijos para hacerlo de nuestros padres (o suegros). Como en una puerta giratoria, unos salen, otros entran y nosotros ahí, en zapatillas, pillados sin un manual de instrucciones.
Reunión familiar en torno a la mesa.
En alguna ocasión, para quitarle peso al asunto, hemos competido medio en broma a ver quién tiene a los suyos más achacosos. Siempre con el foco en lo bueno, ya que llegar a viejo es algo hermoso pese a los peajes físicos que se pagan. “Pues a mi padre, con ochenta y cinco, le operaron del corazón. Está feliz y mucho mejor que antes”. “Pues al mío, igual, le extirparon un carcinoma y ahora no para quieto”.
En las conversaciones con los de mi quinta ya no hablamos de los hijos sino de nuestros padres
Debajo de esa ligereza hay una inquietud más honda. Ellos son, en realidad, un adelanto de lo que seremos nosotros dentro de unos años. Una especie de espóiler.
Los miras y te ves. Observas cómo envejecen, repiten anécdotas, pierden reflejos, cómo se vuelven más torpes, cómo enferman... y te preguntas: ¿Seré así? ¿Estaré sola? ¿Tendré quien me escuche? ¿Quién decidirá por mí si yo no puedo? ¿Me verán como una carga? ¿Molestaré?
Y ahí estamos todos los de mi quinta.
El otro día un amigo contaba cómo se sentía cuando iba a ver a su madre a la residencia. Por circunstancias que aquí no vienen al caso, a la familia no le quedó otra opción que ingresarla. Tomar esa decisión les costó horrores. No importa que el centro geriátrico sea estupendo y con una atención buenísima. El hijo, mi amigo, va a visitarla siempre que puede, poco. Cada sábado sin falta. Eso sí. Y la llama a menudo, no sólo whatsaps. Al despedirse de ella se dice a sí mismo “ya volveré el sábado”, y se siente fatal, culpable. Me hace la siguiente reflexión: siempre llevamos a nuestros padres donde creemos que van a estar mejor, sin embargo nunca pensamos dónde van a ser más felices. Cierto.
Al despedirse de ella en la residencia se dice a sí mismo “ya volveré el sábado”, y se siente fatal, culpable
Entiendo que, en esto de los cuidados, todo el mundo hace lo que puede. Está muy bien que alguien lleve a su madre a una residencia. Está muy bien que siga en su piso, o que se la repartan los hermanos, o que alguien la cuide en su casa. O que pases de tu padre si ha sido un cabrón contigo. No hay moralina en este artículo. Solo que nunca deberíamos dejar de preguntarles a ellos qué quieren y tomarlo luego en cuenta... porque se lo debemos.
En medio de todo eso descubres que en este país tan longevo se muere mal. Demasiadas veces en soledad, en silencio o en una cama que cuesta más de 2.300 euros al mes. Morir bien es un privilegio. Morir mal, una estadística.
Hablar de esto resulta tan incómodo como inevitable. Hoy son ellos y mañana, nosotros.