En 1995, el psicólogo Daniel Goleman revolucionó la pedagogía con su libro Inteligencia emocional, donde defendía que el éxito personal y profesional no depende solo del cociente intelectual, sino de la capacidad de gestionar emociones, empatizar y construir relaciones. Décadas antes, Dale Carnegie ya había anticipado algo parecido en Cómo ganar amigos e influir sobre las personas (1936), donde subrayaba la importancia de la comunicación interpersonal y la influencia positiva en los demás. Ambos libros, separados por más de medio siglo, apuntan a lo mismo: el auténtico progreso humano depende de cómo nos relacionamos con nosotros mismos y con los demás.
La llegada de ChatGPT, que puede hacer trabajos escolares y universitarios, va a tener un impacto en la educación.
Treinta años después de Goleman, la inteligencia artificial (IA) irrumpe con una fuerza inédita en la historia de la educación. Algoritmos que personalizan itinerarios de aprendizaje, sistemas capaces de corregir exámenes en segundos, plataformas que detectan patrones de rendimiento y anticipan dificultades académicas. Todo ello ofrece ventajas indudables: eficiencia, acceso universal, inclusión y un aprendizaje más adaptado al ritmo de cada estudiante. Sin embargo, mientras las máquinas se perfeccionan en lo suyo –procesar datos, automatizar, optimizar– surge una pregunta inevitable: ¿qué nos quedará a los humanos?
La respuesta apunta a la inteligencia emocional (IE). Más que nunca, educar significa preparar para la vida, no solo para el mercado laboral. Significa entrenar la resiliencia, la empatía, la capacidad de cooperación, la comunicación interpersonal y la gestión de la incertidumbre. En un mundo hiperconectado y volátil, estas habilidades serán la auténtica ventaja competitiva, porque los conocimientos técnicos tienden a automatizarse, pero la capacidad de convivir, de liderar con propósito y de afrontar crisis seguirá siendo patrimonio humano.
Hay que dar un giro hacia la enseñanza de habilidades sociales
y emocionales
El gran reto, por tanto, no es únicamente tecnológico, sino pedagógico: cómo formamos a docentes que crecieron en un paradigma analógico para guiar a generaciones digitales. El profesorado del futuro no será un mero transmisor de contenidos –para eso habrá algoritmos más rápidos– sino un acompañante emocional, un facilitador que enseñe a los alumnos a conocerse, relacionarse y a crecer como personas.
Y esta exigencia no se limita a la educación básica. Las universidades, las escuelas de negocio como IESE o Esade y la propia FP deberán dar un giro decidido hacia la enseñanza de habilidades emocionales y sociales. Los másters del futuro no podrán centrarse solo en técnicas de gestión, finanzas o marketing; deberán integrar de manera sistemática el aprendizaje de liderazgo empático, negociación respetuosa, cooperación en entornos multiculturales y capacidad de tomar decisiones en contextos de crisis. La educación ejecutiva y la FP comparten este reto: formar profesionales competentes técnicamente pero también capaces de inspirar confianza, de trabajar en equipo y de liderar con valores.
Ejemplos internacionales ya muestran que este camino es posible. Finlandia integra programas de bienestar y mindfulness en su currículo escolar, mientras Singapur combina un uso intensivo de la tecnología educativa con políticas públicas orientadas al desarrollo socioemocional. La Unión Europea ha situado las soft skills en el centro de su agenda educativa para el 2030, consciente de que la competitividad no se medirá solo en innovación tecnológica, sino también en cohesión social.
Goleman afirmaba que “la inteligencia emocional puede ser tan importante como el cociente intelectual”. Hoy podemos añadir, con Carnegie como referente, que sin habilidades sociales y sin inteligencia emocional, la inteligencia artificial carece de sentido humano. El futuro de la educación —y de la formación profesional y universitaria— no será elegir entre IA o IE, sino integrarlas para formar ciudadanos y profesionales capaces de convivir, cooperar y liderar con propósito. Esa será la verdadera brújula en un tiempo en que las máquinas harán mucho, pero solo las personas podrán dar sentido.