Cuando estuve en la Facultad de Medicina me sentí poco atraído por la psiquiatría. Lo atribuyo a la propia ignorancia y a que la formación que se nos ofrecía entonces era más descriptiva e interpretativa que basada en un conocimiento neurobiológico que acaba de aparecer disruptivamente y que ponía en discusión diferentes maneras de entender la comprensión, el enfoque y el tratamiento de algunas enfermedades mentales. También influía el hecho de que estas enfermedades eran estigmatizadoras y prácticamente atendidas desde la beneficencia. Y siguió siendo así hasta la década de los 80 del siglo pasado cuando se generalizó su inclusión en la cartera de servicios de la sanidad pública, a la vez que se reconceptualizaban la asistencia y los recursos de institucionalización del enfermo. Pese a los avances y el esfuerzo hecho, las enfermedades mentales siguen siendo la hermana menospreciada y pobre de la sanidad pública.
De los muchos retos que tiene nuestra sanidad, el abordaje asistencial de la salud mental es uno de los que demanda priorización de agenda: más formación y especialización de profesionales, más y diferentes recursos sectorializados, tanto en el ámbito de agudos, como de subagudos, crónicos, ambulatorios, residenciales y comunitarios. Y reforzando al mismo tiempo herramientas preventivas tanto en el ámbito individual, educativo, social y ambiental, sin olvidar la lucha contra la estigmatización.
Reconozco que, con tantos años de ejercicio, lo que me ha hecho reflexionar más sobre mi sentido y orientación vocacionales ha sido el trato con enfermos mentales graves (incluidas demencias y toxicomanías) y sus familias. A estas me quiero referir ahora.
La invisibilización e incomodidad que se da cuando se trata a una persona con un trastorno mental grave y altamente discapacitante son muy percibidas por los familiares, a quienes también les salpica el estigma. Procesos graves que despersonalizan al paciente y que trinchan familias y allegados, sobre todo en la evolución cronificada. Para estos, el sentido profundo de palabras como empatía, solidaridad, acompañamiento, conmiseración y apoyo lo es todo. También una mirada diferente. Más allá de la atención que precisen los enfermos, tenemos que pensar más en las familias. La sociedad y todos y cada uno de nosotros ha de plantearse cómo nos aproximamos fraternalmente a ellos para comprender y apoyar a los que les ha tocado cargar duramente con esta mochila vital.