Antes de Panatta y Sinner, estaba Pietrangeli

Nicola Pietrangeli (1933-2025)

El primer talento del tenis italiano fue tan tenista como 'celebrity': le pirraban el glamur y la moda

Nicola Pietrangeli, durante un partido ante Allen Fox, en Wimbledon 1965

Nicola Pietrangeli, durante un partido ante Allen Fox, en Wimbledon 1965 

Evening Standard/Hulton Archive/Getty Images

Nicola Pietrangeli y su mujer, Susanna Artero, se conocieron en alguna avenida italiana.

Él ya era entonces un tenista importante, el mejor que había dado nunca Italia, ganador de dos Grand Slams (Roland Garros en 1959 y 1960), y ella, una cotizada modelo.

El perrito de Artero se llamaba Nicola, bendita casualidad. La dama y el tenista fueron a cruzarse y en ese mismo instante se hizo la magia. Artero llamó a su perrito, que se había despistado, “¡Nicola!”, y le respondió el tenista.

–Aquí estoy.

Cinco años más tarde, la famosa modelo y el famoso tenista contraían matrimonio, y tan felices comieron perdices: a través de Susanna Artero (madre de sus tres hijos), Pietrangeli penetró definitivamente en el mundo de la moda y las celebrities, escenario que le complacía tanto como su tenis: con el tiempo, fue uno más entre Frank Sinatra, Marcello Mastroiani, Virna Lisi, Peter Ustinov, Omar Shariff y la princesa Grace de Mónaco, como nos recordaba Pedro Hernández hace unos pocos años.

Nicola Pietrangeli disfrutó de aquel mundo durante años –frecuentaba las fiestas aristocráticas de Forte de Marmi, en la Toscana, recorría Carnaby Street, visitaba el palacio de los Grimaldi...–, aunque su final iba a ser ciertamente más doloroso. Víctima de múltiples dolores, había logrado superar un cáncer, que no el tormento de otros achaques. En los últimos años, había confesado a la revista Supertennis:

“Me deben estar castigando porque habré hecho algo malo en mi vida. Los días son largos, muy largos. Menos mal que duermo, que eso me ayuda. Quisiera un día sin dolor. Este dolor que sufro me impide moverme, lo han probado todo. Mis amigos me llaman para jugar a las cartas, pero necesito descansar. Aunque me paso todo el día en la cama, no tengo un día de reposo por este dolor. Le he ganado al cáncer, pero no a la vejez”.

Amó tanto el tenis como el glamur: ganó dos Grand Slam y fue amigo de Mastroiani, Sinatra y Grace Kelly

Ha muerte este lunes, a los 92 años, y los teletipos recuperaban su historia. Nos recordaban que el tenis italiano, hoy tan en boga –Sinner, Musetti, Berrettini, Cobolli, Jasmine Paolini, las gloriosas escuadras de la Copa Davis y la Billie Jean King...–, había tenido antes a Adriano Panatta (icono en los años setenta) y, antes, en los cincuenta y los sesenta, a Pietrangeli.

A Pietrangeli, el tenis le venía de cuna. Giulio, su padre, había sido el segundo mejor tenista de Túnez y el niño iba a tomar el ejemplo del padre. El día de Navidad de 1946, la familia Pietrangeli fue expulsada de Túnez y Nicola, que solo hablaba francés y ruso, tuvo que espabilarse: en Roma, le ingresaron en la escuela Chateaubriand. Ya para entonces, a sus trece años, era un magnífico tenista pero un pésimo estudiante, así que todos se rindieron: se hizo tenista.

La decisión satisfizo al club Parioli de Roma, donde el niño-tenista se convirtió en una sensación, en especial cuando competía con el alma: si llevaba viento de cola, su juego elegante y fluido, de revés legendario, se desplegaba sobre las pistas, especialmente sobre la tierra batida. Si las cosas se complicaban, se dejaba ir.

Lloraba con frecuencia, perdiese o ganase, y los aficionados italianos, ante la fragilidad de su ídolo, cargaban contra él,

Le descalificaban:

Maritozzo (bollo de miel).

Algunas crónicas le recuerdan desconsolado tras perder ante el estadounidense en un partido de Copa Davis: la cabeza hundida en una toalla, su cuerpo estremeciéndose por sus sollozos. También le recuerdan llorando con la misma intensidad un par de días más tarde, ahora de alegría, pues el equipo había acabado tumbando a los estadounidenses, superando aquella misma ronda.

Todos aquellos epítetos, a Pietrangeli le traían al pairo. Lejos de inmutarse, se erguía varios escalones por encima del mundo. Pudo ser actor secundario en el cine, pero lo dejó estar.

–Lo mío no es trabajar.

Durante años y años, la gloria del tenis italiano se reducía solo a él. Ahora, aquella escuela queda huérfana pero en buenas manos, las de Jannik Sinner.

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