Plantearse que sería necesario defender la Navidad genuina hubiera resultado impensable hace solo tres décadas, porque en las sociedades occidentales, y en concreto en España, su celebración estaba incorporada a la vida de todos, incluidos no creyentes o cristianos no practicantes, a la vez que desde las instituciones no se cuestionaba su reconocimiento. Cierto, siempre había alguien que se descolgaba con aquello del “solsticio de invierno” pero eran tan escasos que había que situarlos en el apartado de extraterrestres. Eso sí, ya empezaban a ser frecuentes las referencias a “Felices fiestas” con la intención de que la palabra Navidad no apareciera.
En etapas revolucionarias, como en la guerra civil española, eliminaron la Navidad al igual que cualquier otra manifestación religiosa. Pero estamos en una época más tolerante en principio, aunque desde unos lustros a esta parte está en alza la agresividad dirigida a borrar de la Navidad todo vestigio religioso. Lo festivo de estas jornadas no solo no desaparece, sino que se dispara. Consumismo desbocado a todos los niveles y, en lo institucional, competición por cuál es la ciudad con más millones de bombillas en las calles, quien planta el abeto más alto o logra un festejo extraordinario más insólito, pero casi todos sin la menor referencia a la raíz y el sentido de tales fiestas. Entre miles de paneles de luz, nada que recuerde lo ocurrido en Belén y cuanto significó para la civilización.
Desde unos lustros a esta parte está en alza la agresividad dirigida a borrar de la Navidad todo vestigio religioso
Los belenes públicos que cada Navidad se instalaban en calles o plazas son barridos. El caso de Barcelona es especialmente significativo. Colau convirtió en un esperpento el de la Plaza Sant Jaume que desde muchos años antes era símbolo y punto de encuentro de todos, y Collboni le ha dado la puntilla liquidándolo y remitiendo a un belén de pesebristas al interior del recinto del Ayuntamiento. Todo con tal de que en las calles no haya referencia a lo cristiano. No es extraño que organizaciones como el Corrent Social Cristià y otros se hayan movilizado convocando a los ciudadanos a dicha plaza con sus propios belenes familiares para reivindicar la reposición del belén institucional.
A nivel más amplio, incluso desde instituciones europeas, se da el tijeretazo a cuanto suene a cristiano. Sustituir la felicitación de Navidad por la de “buenas fiestas”, no sea el caso, dicen, que se sientan heridos quienes no son cristianos y viven entre nosotros. No solo es cobardía. Es fariseísmo. Han cedido a lo woke, a lo políticamente correcto, siempre que vaya en detrimento de lo cristiano. Quienes llegan a estas tierras lo que desean precisamente es lo auténtico de las generaciones que allí vivieron y ahora residen, aunque quizás no se adapten a ellas.
Iluminación navideña en Barcelona.
Despojada la Navidad de su sentido genuino, merece la pena preguntarse qué queda. Comilonas, regalos a montones, expresiones de deseos de paz que son palabras huecas porque no se creen de verdad ni parten del fondo del corazón, quizás el enfado o la ironía de tener que compartir largos ágapes y sobremesas con miembros de la propia familia a los que algunos ni siquiera desean ver… Total, algo sin alma. Una huida hacia adelante. Un invocar valores que no manan de ninguna fuente.
En medio de esta panorámica son minoría quienes siguen fieles no solo a la tradición, algo ya de por sí importante, sino que intentan profundizar y vivir de la grandeza que aterrizó en Belén y cambió el mundo. Son minoría, ciertamente, pero siempre han sido unos pocos quienes cambian las sociedades. En el tema que nos ocupa, hablar hoy de Navidad con todas sus letras es manifestación de rebeldía. Quizás con el tiempo lo sea incluso de revolución.