“Cuando le conté a mi vecina que había muerto Ricardo, me miró sin saber de quién le hablaba”, recuerda con una sonrisa Laura Martín, de 87 años, vecina de Padilla de Arriba, un pequeño municipio agrícola de la meseta castellano-leonesa. “Hasta que no le dije que hablaba del ‘Lloraviernes’, no cayó en la cuenta y le sobrevino la pérdida”. Una anécdota aparentemente sin trascendencia que, sin embargo, se ha repetido innumerables veces en pueblos de toda la península y que pone de relieve cómo los motes han sido, durante siglos, una de las marcas de identidad más vivas de la vida rural.
Algunos de estos apodos nacían de una característica física o personal; otros, de los oficios o del rol social que se desempeñaba dentro de la comunidad; algunos, del lugar de procedencia; y muchos, tal vez los más ingeniosos, de alguna anécdota cómica —o incluso cruel— relacionada con la persona en cuestión. Unos pocos se usaban únicamente durante un tiempo, pero muchos se transmitían de generación en generación —todavía a día de hoy— y servían incluso para identificar a todo un linaje familiar. España entera está plagada de ejemplos y, en algunas regiones de Galicia, Asturias, Castilla, Aragón, Andalucía o la Comunitat Valenciana, todavía sigue siendo una tradición muy viva.
Muchos de los apellidos actuales provienen de un mote que, en su día, se puso en algún pueblo: Navarro, Fuster Caballero, Rubio,...
Laura Martin (87), vecina de Padilla de Arriba, en Burgos
Al que sufría de cojera se le llamaba ‘Patachula’; si alguien era grande y robusto, ‘Morlaco’; si era alto y delgado, Sardinilla’; y si tenía las piernas cortas, ‘Patizambo’. Pero la ironía y el sarcasmo también estaban muy presentes: a quien era de tez muy pálida se le apodaba ‘el Moreno’, y a quien tenía la nariz grande y aguileña, ‘Chato’. Si un antepasado había sido tuerto o mudo, el mote pasaba irremediablemente a todos los descendientes, sin distinción de género. ‘El Alcalde’ o ‘el Panadero’ eran motes comunes en casi cualquier pueblo, incluso si luego sus hijos o nietos jamás desempeñaban la misma profesión. Y ‘el Señorito’ o ‘Zapatos’ era aquel que venía de una familia acomodada y podía permitirse un calzado mejor que unas simples alpargatas.
También hay casos en los que el humor o la ironía de los vecinos quedó plasmado en un sobrenombre, como los ‘Socarrats’ de Xàtiva —chamuscados, en valenciano—, que se dice en recuerdo a un incendio que arrasó la ciudad a principios del siglo XVIII. En la mayoría de los casos, sin embargo, como el del ‘Lloraviernes’, y lamentablemente en tantos otros, como ‘Chupasapos’, ‘Culocontento’, ‘Mariconejos’ o ‘Cachirulo’, su origen se pierde en la memoria de los tiempos, y ya solo podemos intentar adivinar qué historia curiosa permitió a sus vecinos rebautizarlos.
“Los motes constituyen un valioso patrimonio lingüístico y cultural de la vida rural. Sin embargo, históricamente no se les ha otorgado la importancia que merecen y con frecuencia han sido relegados al ámbito de lo marginal y lo vulgar”, opina Emili Casanova, especialista en onomástica. Recientemente, este catedrático de la Universitat de Valencia ha impulsado junto a otros lingüistas la creación de un diccionario de motes valencianos con el fin de preservar este legado. “Hay que tener en cuenta que muchos de los apellidos actuales provienen de un mote que, en su día, se puso en algún pueblo”, explica Casanova. “Apellidos como Navarro, Sevillano, Fuster o Herrero hacen referencia al origen o a la profesión de algún vecino; mientras que otros, como Caballero, León o incluso Calvo, Bravo o Rubio, son producto de una metáfora o de la descripción de un rasgo físico o de carácter”.
En los pueblos había muchos que se llamaban o apellidaban igual; los motes eran una herramienta muy práctica para distinguir los unos de los otros
Jesús María García es el cronista oficial de Galera, una pequeña localidad rural de la provincia de Granada
“Antes, en los pueblos pequeños, había muchas personas que se llamaban o apellidaban igual, y los motes eran una herramienta muy práctica para distinguirse los unos de los otros”, explica Jesús María García Rodríguez, maestro jubilado y cronista oficial de Galera, una pequeña localidad rural de la provincia de Granada. “A veces, en la documentación administrativa local, el mote llegaba a figurar incluso junto a nombre y apellido”, explica Casanova, “aunque por norma general no se escribían, y su transmisión era casi siempre oral”.
“En el pueblo, todo el mundo tenía su mote. Si no lo tenías, era casi como que no existieses, porque la gente te conocía más por él que por tu propio nombre”, asegura Manuel Acevedo, de 73 años, vecino de la parroquia del El Viso, en Redondela, un pequeño municipio costero ubicado frente a las islas Cíes, en la provincia de Vigo. “Algunos incluso tenían dos: el de la familia y el suyo propio”, enfatiza su esposa Dolores Santoro, de 75 años. “A nosotros nos llamaban los Caracoles, porque mi padre era el Caracol”, recuerda Laura, “aunque ninguno de los hermanos sabemos ya de dónde venía aquello”. “Yo soy ‘O Puiña’ —el puño, en gallego— de tercera o cuarta generación”, afirma Manuel con cierto orgullo. “Tal vez por el carácter férreo y determinado que siempre hemos mostrado en casa o, quién sabe, puede que a alguno de mis antepasados le gustase meterse en peleas”, bromea.
“Los motes son el reflejo del alma de una sociedad en un momento determinado”, afirma Vicent García Perales, profesor de la Universidad CEU Cardenal Herrera y uno de los responsables del diccionario de motes valencianos, un proyecto que se desarrollará a lo largo de los próximos cinco años. “Muchos de ellos, por ser escatológicos, raciales, machistas o especialmente despectivos, hoy serían considerados políticamente incorrectos”, añade, “pero en el momento en que surgieron, no lo eran”.
El bautizador debe ser alguien chistoso, casi un poeta: tener un ingenio especial, una gracia innata, reflejar en una palabra la esencia de quien lo recibe
Manuel Acevedo (73) vecino de la parroquia del El Viso, en Redondela (Vigo) y su mujer Dolores Santoro (75)
“Se trata de nombres espontáneos, sin filtros”, apunta Casanova, “que se convierten en testimonios de una manera de ver y entender el mundo y de relacionarse”. Para el también filólogo Paco Hernández, otro de los responsables de la recopilación, los motes reflejan el contacto vecinal, la vida en la calle y las relaciones directas entre los miembros de una comunidad que comparten un mismo contexto histórico. “Hace casi un siglo, a quien llevaba gafas redondas se le llamaba Azaña — en referencia al político Manuel Azaña—; hoy, los motes se inspiran en boxeadores, futbolistas o incluso personajes de manga”.
“No todo el mundo puede poner un mote”, puntualiza García Perales, “hay que tener un ingenio especial, una gracia innata, que sea capaz de reflejar en una sola palabra la esencia misma de quien lo recibe”. “El bautizador debe ser alguien chistoso, casi un poeta”, sonríe Casanova, “que luego tiene que contar con la aprobación del resto del pueblo, que es quien consolida el apodo de manera definitiva”, apunta Hernández. “En muchos lugares había uno que apodaba a la mayor parte del pueblo y el resto de los vecinos le seguían, aunque el mote requería de tiempo y relación para cuajar”, asegura el catedrático.
Sin embargo, en muchos casos, los motes no eran bien recibidos. “Había motes que pesaban como losas”, recuerda Laura. “Aunque todos conocían el suyo, siempre se decían a las espaldas, porque la mayoría se usaban a modo de burla”, explica la anciana. Desgraciadamente, “los apodos solían fijarse más en lo malo que en lo bueno”, señala Casanova, “y muchas veces reflejaban la crueldad de la vida cotidiana, las mofas vecinales o la dureza con la que la sociedad señalaba los defectos de las personas”, añade García Rodríguez.
En muchas ocasiones, los motes también dejaban ver la organización social del pueblo o, incluso, el intento de domesticar al otro. “Los ricos e influyentes tenían apodos secretos que todo el mundo conocía, como ‘Burrito de oro’ o ‘Pixarrogles’—meacírculos, en valenciano—, pero nadie se atrevía a decirlos a la cara; en cambio, los de los pobres se usaban en cualquier circunstancia, aunque molestaran”, detalla el lingüista. “Podías llevarlo con humor, con resignación o con orgullo, pero no te tocaba otra que aceptarlo”, sonríe Dolores.
Había motes que pesaban como losas (...) Aunque todos conocían el suyo, se decían a las espaldas, porque la mayoría se usaban a modo de burla
“Es una pena que esta tradición se vaya perdiendo poco a poco”, se lamenta Manuel. “Los jóvenes de ahora ya no se llaman por los motes de sus familias, aunque sí saben quiénes somos unos y otros, porque los mayores todavía los usamos”, cuenta. “Probablemente, mis biznietos ya no sabrán quién era O Puiña”, asegura. Para García Rodríguez, es cierto que “los motes cada vez se heredan con menos frecuencia”, pero no cree que esta costumbre desaparezca de los pueblos, aunque sí reconoce que “la disminución de la población rural podría hacer que se pierda esta forma de bautizar a los habitantes”.
“Poner motes es una parte intrínseca del ser humano”, asegura García Perales. “Aquí hacemos vida en la calle y, de ese contacto natural con nuestro entorno más cercano, surgen los apodos”, detalla. “Los hay en cualquier cultura, la única diferencia es que los mecanismos para crearlos son diferentes”, explica. “Incluso los ponen los alumnos en la escuela a los maestros, aunque resultan más efímeros”, se suma Hernández, que es profesor de Secundaria. “No creo que sea una tradición que vaya a perderse”, pronostica, “simplemente cambiarán los referentes y el modo en que las personas los crean y los transmiten”. Para Casanova, el cambio social basado en la vida urbana y en una mayor individualización, deja poco espacio para un contacto social en el que surjan expresiones espontáneas como los motes, que necesitan tiempo y relaciones directas para consolidarse. Y por eso deben preservarse. Para que no se pierda uno de los tesoros de nuestros abuelos. Y, sobre todo, porque detrás de cada ‘Lloraviernes’ hay un Ricardo, alguien que merece que se recuerde el origen de su mote.



