Luces de Cádiz

Opinión

Visité Cádiz por primera vez a principios de julio invitado por la Uca con el propósito de que impartiera una charla junto a David Carabén dedicada al F.C.Barcelona y las herencias familiares. David es un erudito, yo un simple aficionado, y la charla, agradable, me sirvió para conocer una ciudad que hay que visitar, por lo menos, una vez en la vida para sentirse un privilegiado. La luz es blanca como la de Lisboa, otra ciudad que amo; su calidez es crujiente como la fritura con la que dan una segunda vida al pescado fresco.

La gente, en Cádiz, es de una amabilidad contagiosa. E incapaz de borrar de mi cerebro el recuerdo estival, decidí volver a finales de agosto acompañado por mi pareja. Nos recibió una agradable brisa marina, un verdadero antídoto para superar los calores incendiarios de agosto, y tan pronto dejamos las maletas en la habitación de un hotel del centro, asaltamos la calle con la intención de sumergirnos en la gastronomía gaditana.

Por cierto. El hotel, muy agradable, sólo tenía un defecto: cada habitación estaba bautizada con el nombre de una persona ilustre y la nuestra era un insulto para la memoria histórica. Queipo del Llano, el golpista, no merece honores de ilustrísimo.

Vista aérea de Cadiz

Vista aérea de Cadiz

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El chef José Andrés, galardonado con el premio “Gaditano de Adopción”, dijo que “como en Cádiz no se come en ningún lado, no solo por el producto, sino por las historias que hay detrás”. No seré yo quién lleve la contraria a un hombre, este si, ilustre, y aunque me gustan un sinfín de gastronomías irreconciliables entre sí, es cierto: en Cádiz se come extraordinariamente bien.

Tengo debilidad por el atún rojo salvaje y Cádiz es un paraíso para los amantes del pescado azul. Lo pescan de manera sostenible mediante la técnica de la almadraba, captura que realizan, principalmente, de abril a finales de junio aprovechando la diáspora de los atunes del océano Atlántico al mar Mediterráneo. En Cádiz, a la técnica del despiece se le llama ronqueo por el sonido que produce el cuchillo al rozar el espinazo del atún. Y platos preparados con las carnes rojas del pez migratorio son muchos y variados. A la parrilla, en tartar, crudo, en ceviche, encebollado, con fideos…En Cádiz, las maneras de ensalzar las carnes del atún forman parte de la cultura popular.

Si me pongo a cantar la carta como un rapsoda de barra, la alineación del pescadito frito la componen el boquerón, las acedías, las pijotas, los salmonetes, el chanquete, el calamar y los chipirones. Y aunque digan que el secreto del crujiente radica en la mezcla de harinas -de trigo y de garbanzo-, jamás sabe igual una vez nos alejamos de

Cádiz. Lo mismo sucede con el cazón en adobo, preparado con ajos, comino, pimentón, orégano y vinagre blanco, mezcla con la que aliñan el pescado antes de enharinarlo y freírlo. Un plato exquisito, como también lo son la tortilla de camarones, las ortiguillas - feas como un pecado, pero sabrosas como un bocata di cardinale-, las patatas aliñas, las papas con chocos o el potaje de tagarninas.

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A los ex alcohólicos nos encanta el dulce porque compensa el azúcar de las bebidas alcohólicas que hemos dejado de injerir. Y la Tacita de Plata es una ciudad de dulces, como no podría ser de otra manera en unas polis que emana cordialidad a raudales. Siempre asocio el Pan de Cádiz a la Navidad. Como el tocino de cielo lo asocio a mi infancia. O como los pestiños, que son una locura carnavalesca. O como las chuletas, una perdición de carne de hojaldre con crema aromatizada con una línea de canela, la especia de los dioses.

Como ex alcohólico, hablaré de vinos al dictado de una sabia en la materia. Junto a los finos y las manzanillas, se han puesto de moda los vinos blancos naturales y biodinámicos de la variedad palomino que crecen en el terruño de albariza. Y los que puedan, que los disfruten, aunque se puede gozar de la vida con el agua como única gasolina corporal. Mi viaje a Cádiz, el segundo en lo que va de verano, lo demuestra. Un viaje que no será el último, porque Cádiz es una ciudad que incita a perderse y a dejarse ir como una bola de pinball, de bar en bar, de tapita en tapita, y a vivir, que son dos días.

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