Maldito brunch

Opinión

No me gustan los brunch, anglicismo que surge de la mezcla de breakfast y lunch, una práctica gastronómica que se puso de moda en España a principios de la década del 2010, cuando ya nos creímos cosmopolitas y con una sapiencia gastronómica a la altura de la de los idolatrados expats. Querer ser cosmopolita no significa serlo, pero para intentarlo, hay que tener cierta predisposición al vasallaje.

Gustativamente, los brunch suelen ser aburridísimos por representar el epítome de los gustos burguesamente globalizados. Por lo tanto, en el brunch predominan sabores neutros como el aguacate, el salmón ahumado, los huevos, principalmente benedictinos, las salsas sin estridencias como la holandesa, los sándwiches acalóricos, las ensaladas con alguna carne de ave malviviendo entre la hojarasca, las frutas frescas, los cereales, si puede ser, bañados en bebidas vegetales, los panes para desdentados y la bollería desarraigada compuesta por gofres, cruasanes o muffins. Y café, y si puede ser largo, mucho mejor.

Todo en el brunch desprende aroma a destierro, como el ostracismo que ha sufrido la esponjosa magdalena en favor de una masa de miga compacta como una argamasa que puedes mezclar con todo. Evidentemente, es mucho más cool comer un muffin que una magdalena.

Brunch

Brunch

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A mí me gustan más los desayunos metafóricamente bautizados como de cuchillo y tenedor. Y si, lo sé: un brunch también se degusta con cuchillo y tenedor, pero podrían ser de plástico por la morbosidad de sus ingredientes. Los brunch son melifluos en contraposición a un desayuno de cuchillo y tenedor. No hay nada mejor para levantar el ánimo que un cap i pota, un fricandó o un bacalao a la llauna, tres recetas catalanas que sirven para solear una mañana lluviosa. Y los que puedan, que no es mi caso, armonizar una tortilla de patatas –siempre con cebolla– con un buen vino del Bierzo o un cava catalán, mejor que mejor.

Nadie rebañaría la salsa de un timbal de escalivada con anchoas, de unos níscalos de botón confitados o de unos chipirones con judías con un bagel mientras bebe un trago de café con “leche” de avena. Sería una aberración.

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Un brunch, además, invita a sobremesas rápidas y silenciosas.

Hay modas gastronómicas que han pasado a mejor vida por sobreexplotación. Un ejemplo fueron las espumas que todo cocinero decidió incorporar a su recetario para sentirse Ferran Adrià por un día. Y tampoco arraigó la moda de las setas, menos en aquellas autonomías en la que los hongos formaban parte de su cultura culinaria más ancestral. Como también está bajando la fiebre por el sushi, o por el ramen, y cabe la posibilidad de que desaparezcan de la gula popular como prescribieron los cocktail de gambas o el pato a la naranja, platos que todo restaurante con ciertas ínfulas debía de incluir en la carta en la década de los setenta.

Por el contrario, la vida de los brunch parece no tener horizonte por ser el compendio perfecto de la sociedad burguesamente globalizada por la que hemos apostado. De un local especializado en brunch, sabes que saldrás agradablemente saciado, pero con la memoria en estado letárgico, porque no hay ningún plato con posibilidades de ser evocado tres minutos después de haber pagado la cuenta. Con el tiempo, podría darse el caso de que el brunch acabe convirtiendo los desayunos con tenedor en experiencias casi clandestinas, pero, como ingenuo que soy, sigo creyendo que lo auténtico siempre acabará imponiéndose a la gilipollez.

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