No soy cliente de la Sant Jordi, en el 41 de la barcelonesa calle Ferran. Mi circuito habitual de librerías no incluye este entrañable negocio, puesto en pie en 1983 por el ahora fallecido Josep Morales. Apenas he entrado en ella dos o tres veces para comprar libros, aunque siempre he admirado desde fuera la solera del local, sus artesananales estanterias, la exuberante imagen de los volúmenes apilados en cualquier parte, y, sobre todo, su espíritu de resistencia en una calle entregada al turismo.
Cuando se habla de la crisis del comercio de calidad, hay que preguntarse siempre qué hemos hecho para garantizar su continuidad aquéllos que a posteriori lamentamos su desaparición. En este caso concreto, no he aportado mucho, aunque comparto el deseo de todos los aficionados a los libros de que un giro argumental de última hora libre al local de su condena a desaparecer.
Si el centro pierde pulso cultural corre peligro de ser un decorado turístico
En Barcelona no hay una crisis grave de librerías, ya que las nuevas aperturas vienen compensando los cierres. Es más, en los últimos años han visto la luz grandes proyectos en el Eixample, configurando un nuevo y sugerente eje libresco.
Pero Ciutat Vella sí tiene un problema importante. Las librerías, como otras tiendas de calidad, van abandonando unos barrios donde la población local no deja de ceder espacio a los visitantes, con lo que ello implica en la evolución de los flujos comerciales y culturales.
Hay comercios que tienen la capacidad de ampliar su negocio a los turistas. Una visita reciente a La Manual Alpargatera sirvió para certificar que un local histórico y con encanto puede permanecer vivo gracias, en parte, a que lo frecuentan clientes foráneos.
Pocos restaurantes, bares o coctelerías sobrevivirían sin ellos en una ciudad donde los vecinos y vecinas suelen reservar su vida nocturna al fin de semana. Y algunos han conseguido encontrar un razonable equilibrio entre clientela fija y temporal.
Sin embargo, las librerías, salvo alguna muy especializada, tienen muy difícil captar este mercado, por razones obvias.

Exterior de la librería Sant Jordi en la calle Ferran, este diciembre
En algún momento, Barcelona aceptó sacrificar la calle Ferran y dejar que se convirtiera en una réplica del gentrificado Temple Bar dublinés. La desaparición de la Sant Jordi sería un golpe importante para esta vía principal, como lo fue el traslado de la librería Documenta para la calle Cardenal Casañas o la inexorable desaparición de las librerías de viejo para la calle de la Palla. Todo ello, en una Barcelona en la que el sector de los libros debería ser estructural.
El problema es la precariedad endémica de la cultura de proximidad, que tiene mucho de castillo de naipes. Comercios con encanto y que constituyen todo un dique contra la desertización cultural del centro se vienen abajo por un fallecimiento prematuro o por la codicia de un casero tentado por una gran cadena.
Hay riesgo de que se alcance un punto de no retorno: pequeños negocios culturales que desaparecen porque muchos barceloneses ya no bajan a un centro que no sienten como suyo, y menos que bajarán si esta tendencia se agudiza.
El Ayuntamiento ya compra locales con encanto para buscarles un uso apropiado. No son operaciones sencillas, pero hay ya ejemplos de tiendas salvadas. Ahora, sería ideal que Bruselas regulara una protección del comercio local y de proximidad que fuera compatible, por supuesto, con la libre competencia. De hecho, ya está poniendo límites a las grandes tecnológicas para que no configuren oligopolios o monopolios. Se trataría de hacer lo mismo a pequeña escala. El corazón de las ciudades es un patrimonio cultural europeo que merece una protección urgente.
No es cuestión de ir en contra del progreso, pero sí de evitar que una inusual concentración de intereses económicos modele el destino de los centros históricos.
Mientras tanto, habrá que confiar en que sigan apareciendo emprendedores con vocación romántica que mantengan encendida la luz de la cultura, desoyendo los consejos de sus amigos, familiares, y asesores fiscales.