La princesa empolvada

La princesa empolvada
Xita Rubert

A los dieciséis años pasé a vivir con mi padre en Barcelona, una ciudad misteriosa para mí, y mi habitación en su casa no tenía ningún sentido. No era un cuarto, sino el enorme salón que él había decidido convertir en mi cuarto. Cuartos, como tal, no había: ninguna habitación en aquella casa desempeñaba su rol habitual, cada estancia era un pliegue más de la inmensa e interminable biblioteca. Entraba a la cocina y se había convertido en su estudio: libros en las encimeras y en los fogones. Visitaba el comedor y me parecía una sala de lectura. No había azulejos en el baño, sino paredes forradas con libros: de filosofía, de literatura, de historia de los continentes y las civilizaciones.

Mi cuarto, insisto, no era la excepción. Nada previsible había en el lugar que, en principio, debía de resultarme más familiar: en cada esquina descubría un nuevo volumen, una idea en una lengua extranjera, un autor extraño. Pero una se acostumbra –hasta se convierte– a lo más raro. Hacen falta muchos años para echar la vista atrás y decir: terminé por normalizarlo, pero aquello fue insólito. A mis amigas les fascinaba que, en lugar de ventanas, sólo hubiese estanterías, pero yo fui aclimatándome a aquella libresca oscuridad. En cuanto volvía del colegio –del que no recuerdo nada– alargaba el brazo y cogía un tomo que me resultase enigmático. Fue así como leí a Dostoievski y a Platón, porque estaban al alcance de la mano, y leí frases que cambiaron algo en mí.

No soy fetichista de los libros; no los anhelo porque los he inhalado, mi casa fue una biblioteca

En la edad adulta, a menudo digo que no soy bibliófila, que no soy fetichista de los libros. Pero tal vez solo puede decir esto quien los ha tenido siempre cerca. No anhelo los libros porque los he inhalado. Las personas que me conocen de aquella época –mi preadolescencia– saben que no exagero, que es algo literal: nuestra casa era una densa nube de polvo. Yo dormía envuelta de Proust, princesa empolvada. Ahora, desde otra galaxia, digo que la cantidad de referencias culturales no equivale –y a menudo engaña– a la calidad intelectual o moral de una persona; me molesta la falsa erudición que se hace pasar por sensibilidad; el academicismo que desconoce la gracia divina, literaria. El talento, insisto, puede provenir de lugares muy lejanos a los libros, tiene que ver con una mirada y no con un objeto, porque los objetos pueden ser meras marcas de clase social. Quien tiene un apego excesivo a los objetos tiene demasiada clase y ninguna mirada.

Y, sin embargo, algo falla en esta idea. Que nos creamos inmunes a los objetos que nos rodean significa, precisamente, que nos han determinado: hasta tal punto que somos capaces de negarlos, de no verlos, porque se han fusionado con nuestra propia piel. Cuando cierro los ojos y apago la luz, en cualquier cuarto convencional de mi vida ordenada, me convierto en la princesa empolvada que él, sin saberlo, hizo de mí.

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