Gran sol (1963), de Ignacio Aldecoa, que cuenta las peripecias de unos pescadores del Cantábrico, fue uno de los primeros libros de la gran literatura española del siglo XX que leí en el colegio. Nos impresionó menos quizás que otras lecturas porque ya en aquella época –debía ser 1974 o 1975– el realismo empezaba a tener mala fama. Por una lado era interesante que la literatura fuera realista porque era antifranquista. Los escritores describían una realidad que no aparecía en ninguna parte. El franquismo escondía las cosas y se las inventaba. Por lo tanto, viva el realismo. Pero al mismo tiempo, la cultura popular iba por otro lado. La contracultura –imaginación, alucinación– lo salpicaba todo y era más antifranquista que el realismo. Finalmente, aunque éramos chicos, empezábamos a entender que, a menudo, el arte autoproclamado realista es el más antirrealista. No hay nada menos realista que el realismo dirigido y de bote: no digo que fuera el caso de Ignacio Aldecoa. Estos últimos días, mientras iba por el monte pensando en esta columna, se me ocurrió que Joan Vinyoli es más realista cuando habla de ángeles caídos del cielo que cuando habla de obreros industriales, porque conocía más a ángeles que a obreros. Pensé que sería una frase rutilante que me haría quedar bien.
Menudo nudo teníamos y tenemos aún con el realismo. ¿Qué problema hay con que un autor sea realista? Quizás ese es el problema: autor y realista. Sería mejor hablar de escenas realistas, de descripciones realistas: que no todo fuera realista. Y justamente leyendo a Aldecoa, para una exposición que he de montar en Vitoria, encuentro una explicación en la manera como describe un pulpo. Unos niños se dirigen a la playa a la que acaban de llegar los pescadores y pasan por encima de las redes. Ven “el parpadeo agónico y blanco de pescado”. Más allá ven un pulpo “con algo indefinido de víscera o de sexo”. Ostras: qué bien visto. Los peces de la red parpadean. El pulpo parece unos intestinos o una vulva. Un poco más allá, el señor Venancio, un tipo de esos a los que todo lo que antes les parece mejor, pega una patada el pulpo “que retorció los tentáculos, y, al fin, medio dado la vuelta, los extendió tensamente, abriéndose como una rara flor.”
Empezábamos a entender que, a menudo, el arte autoproclamado realista es el más antirrealista
Cualquiera que haya visto nunca un pulpo y lea la descripción de Aldecoa tiene que quedar prendado a la fuerza. Es un realismo que no tiene nada de antifranquista, teledirigido ni de bote. Parte de una observación interiorizada de las cosas y de una capacidad prodigiosa para asociar elementos del mundo natural alejados de los pulpos –vísceras, vulvas y flores–. “Cabrón, dijo Pedro, y luego se levantó con el pulpo fláccido, pendiente de sus dedos índice y medio de la mano derecha, los tentáculos colgantes formando una masa inerte, salvo sus delgadísimos extremos, que todavía se retorcían”. Châpeau , señor Aldecoa, y perdone si le importunamos cuando éramos chicos.