Por muchos años que pasen, Gene Hackman siempre ha sido el mismo. Un señor de mediana edad, ni muy joven ni muy viejo. Los años no pasaban para él ni existía el tiempo. Se hace extraño enterarse de su fallecimiento. Tiene –o tenía: habrá que acostumbrarse a hablar en pasado– una capacidad excepcional para la verdad. Con Bonnie y Clyde (1967), alcanzó algo indefinible y único. Una especie de intensidad eléctrica, muy personal. Con una paleta de sentimientos que va desde la ira a la vulnerabilidad. Si la película era grande, él la hacía todavía mayor. Pensemos en La conversación (1971), de Coppola, donde Hackman encarna a un hombre obsesionado hasta el paroxismo. Las dos entregas de French connection , de William Friedkin, también están entre sus mejores trabajos. En ambas, transmite una cierta ambigüedad moral del personaje. Ganó un Oscar por la primera, pero uno admira sobre todo la segunda, aquella en la que el protagonista debe luchar contra su propia adicción a la droga. Hackman es ahí un hombre roto, destruido. Sentida y trágica interpretación donde se pone de manifiesto otra de sus características: la capacidad de sugerir más que mostrar, creando personajes ricos en silencios. Hackman llegó al cine en los sesenta con muy pocas esperanzas. Su físico no acompañaba. Y, sin embargo, ahí queda su trabajo, siempre igual a sí mismo y siempre tan diferente. En Sin perdón (1992), la violencia extrema de la que hace gala se pone al servicio del pacifismo de este gran western de Clint Eastwood. En el otro extremo, recordemos Los Tenenbaums (2001) y su conmovedora interpretación en la comedia de Wes Anderson. Dicen que Gene Hackman ha muerto. Será verdad, aunque, para mí, siempre será eterno. Eterno y único.
Un señor de Hollywood
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