Muere el poeta y ensayista Andrés Sánchez Robayna

A los 73 años

Pagó un precio demasiado alto por vivir en Tenerife al margen del bullicio literario

Andrés Sánchez Robayna, en una imagen de archivo

Andrés Sánchez Robayna, en una imagen de archivo

LV / Archivo

No hay nada peor que la inesperada muerte de un amigo. Y amigo lo fue desde que publicó su libro de poemas Tinta (1981), amistad que se consolidó en los años que dirigió la revista fundada por él, Syntaxis (1983). He sido un fiel reseñador de su poesía, de libros que le confirman como uno de nuestros poetas contemporáneos más exigentes y sólidos, en el que la observación y la inmersión en la materia alcanza una dimensión espiritual. Poesía que aparece en varias antologías, entre ellas la más reciente, En el cuerpo del mundo: obra poética (1970-2022) (2023).

A su amplia producción poética hay que añadir sus diarios, sus ensayos, con especial dedicación a José Ángel Valente. Es coautor con el propio Valente, Blanca Valera y Eduardo Milán de Las ínsulas extrañas, una de las más radicales alternativas a la poesía de la experiencia. Sánchez Robayna nació en Santa Brígida, en la isla de Gran Canaria, presente en toda su obra. Revindicaba a poetas canarios como Alfonso Quesada y Tomás Morales, como en la antología Poetas canarios de los Siglos de Oro (1992). Tradujo, entre otros, a Joan Brossa, Wallace Stevens, William Wordsworth o Haroldo de Campos. Toda su amplia obra está guiada por la sabiduría, la inteligencia y la sensibilidad. Si el Nobel de Literatura tiene ausencias escandalosas como Jorge Luis Borges, la Real Academia Española tiene una deuda que ya no podrá pagar con Andrés Sánchez Robayna, que pagó un precio demasiado alto por vivir en Tenerife y al margen del bullicio literario.

Buen conversador, era amigo del silencio y de la contemplación y, por supuesto, de la literatura, y no solo de la canaria o de la española.

Pagó un precio demasiado alto por vivir en Tenerife al margen del bullicio literario

Me alentó siempre como poeta y me incluyó en Las ínsulas extrañas. El 11 de noviembre del año pasado me mandó un mensaje por correo electrónico en el que decía: “Acaba de llegarme tu nuevo libro En el jardín del poema. Mil gracias. Empiezo a leerte con toda mi adhesión. Recuerdos a tu ángel de la guarda, dulce compañía. Con toda la amistad, Andrés”. El ángel de la guarda no es sino Sònia Hernández, a la que dedico el libro.

Nos manteníamos en contacto con menos frecuencia de la deseada. Me llamaba por teléfono con su voz inconfundible y cálida. Nos vimos en Londres, en Barcelona, en su casa de Tegueste, en Tenerife, donde me presentó a su familia, de la que solía hablarme en sus mensajes. Jamás tuvimos el mínimo roce. Cuando yo criticaba ciertas tendencias poéticas, él se limitaba a evitar el tema. Era un hombre sin rencor y sin enemigos.

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Su poesía me deslumbró desde que Ramon Pinyol i Balasch, el cofundador de Llibres del Mall, me habló de él y me envió Clima. Tal vez lo más representativo de su obra, su punto más alto, se encuentre en El libro tras la duna (1992) o en Por el gran mar (2019). Leyéndolo, se entiende su interés por José Ángel Valente, alternativa a la poesía social dominante como lo fue la no menos dominante de la experiencia.

Hay una mirada y una voz que nos lleva a Fray Luis de León y a san Juan de la Cruz, poesía de la depuración, de la luminosidad, de la ascensión, tan cerca del mar y del amor. Al leerlo ahora, no dejan de estremecerme estos versos: “Quería estar contigo, acompañarte/ en la pura extinción”.

No hay espacio en el corazón para tanto dolor.

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