El público congregado en el selecto ambigú de la +Bernat promete una tarde sustanciosa: Enrique Vila-Matas y Paula Massot, enorme lectora; el crítico Ignacio Echevarría; los editores Silvia Querini, Lucas Villavecchia y Albert Puigdueta; la periodista Elena Hevia, y entre otros muchos asistentes, los escritores Lucía Lijtmaer, Javier Argüello y Enrique Murillo. Arracimados todos en la librería de la calle Buenos Aires para escuchar lo que al final resulta una lección magistral en toda regla de Rodrigo Fresán, a cuento del último de sus libros, el ensayo El pequeño Gatsby (Debate).
Lo acompaña el editor Miguel Aguilar, quien trata de pastorear el asunto lanzando preguntas que Fresán responde como le viene en gana. Da igual. Wikifresán o Fresanpedia delecta a la concurrencia con una disertación, más generosa que grandilocuente, acerca de El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald, epítome de la gran novela norteamericana, esa ballena blanca que persigue todo escritor estadounidense que se precie. Una obra monumental con el perfume de los años veinte, confeti, serpentinas y mucho jazz. Ha cumplido cien años.
Si cada época exhala un aroma, los años de ‘El gran Gatsby’ huelen a champán y dólares quemados
El escritor argentino desata las risas del respetable cuando confiesa que leyó por primera vez la novela de Fitzgerald a los 10 u 11 años. “¿Tan tarde?”, se pregunta irónico Echevarría en voz alta. Pues no es broma, y en esa tempranísima lectura Fresán ya descubrió que ahí se escondía una herramienta muy versátil: el narrador sospechoso o poco fiable; o sea, Nick Carraway. Total, que echamos un rato estupendo (miércoles) antes del empate en la Champions.
Si El gran Gatsby exhala un aroma a champán desbravado y humo de dólar quemado, ¿a qué olía la Barcelona de la transición? Pues a una mezcla de porro y armario cerrado, porque en ese momento se estaban abriendo todos de golpe, los de Muebles la Fábrica y los metafóricos, gracias a las ansias de libertad de jóvenes como el historietista y pintor Nazario Luque, representante imprescindible del underground barcelonés. De su mano salieron Anarcoma, el detective travesti, con sus medias de rejilla, y el desparrame de Alí Babá y los 40 maricones.

El editor Miguel Aguilar acompaña a Rodrigo Fresán en la presentación de El pequeño Gatsby
El caso es que Nazario acaba de sacar un libro ( Crónicas del gran tirano, Anagrama) muy alejado de su faceta más irreverente, que presentó el martes en la Casa del Llibre de la mano de Itziar González, vecina de Ciutat Vella, como él, y quien tuvo que dimitir de su cargo de edil en el 2010 al decir no a la corrupción urbanística. “En lugar de concejala, yo habría querido ser la entomóloga del barrio”, admitió la arquitecta durante la presentación.
Tras leer Crónicas del gran tirano con bisturí, Itziar González ha detectado un “hueco” en su génesis; esto es, la profunda ausencia que grabó en el corazón del historietista la muerte de Alejandro Molina, su pareja durante 36 años, el hombre de su vida. Desde esa viudez, desde su atalaya, Nazario observaba el hormigueo de la plaza Reial y, bajo los porches, a un grupo de indigentes alcoholizados (Mitch, Helga, Moisés, Omar), a quienes acabaría bajando tápers con albóndigas caseras. El dolor se mitigó con esos vínculos peculiares, sin preguntarles ni juzgar. “Al principio, me escondían el tetrabrik de vino cuando me acercaba, porque creían que era de Arrels”, comentó el dibujante de cómics.
Muy perfumada también, de salitre y ron, la novela Entre pólvora y canela (Salamandra / La Campana), de Eli Brown, una historia de piratas ambientada en 1819 en torno a la cual se celebró un club de lectura, el martes, en el mercado de la Concepció. Se trata de una iniciativa la mar de interesante, la de unir gastronomía y literatura, auspiciada también por la librería Jaimes y el restaurante Casa Amàlia. Al final del acto se sirvió bizcocho especiado y un crumble de canela y algarroba.