Me resulta difícil imaginar cómo podría ser una Barcelona donde nunca hubiera existido la Fundació Joan Miró. Creo que sería una ciudad menos moderna y peor. La Miró cumple medio siglo y es el momento de recordar y de celebrar. Quienes éramos adolescentes o jóvenes cuando murió el dictador Franco, en 1975, pudimos reconocer el CEAC (Centre d’Estudis d’Art Contemporani, ese era el nombre original de la Fundació) como un espacio necesario, de apertura y libertad. Fue el mejor regalo que podía darnos este artista, que era consciente de su propia valía, aunque muchos de sus conciudadanos seguían repitiendo que su arte era una tomadura de pelo. Ayer como hoy, la ignorancia suele despreciar lo admirable. Sin embargo, tras el gran éxito de la exposición del centenario ( Joan Miró. 1893-1993 ), los desdeñosos tuvieron que callar. Desde entonces, la imagen de Barcelona ha sido impensable sin contar con Joan Miró.
El artista imaginó su proyecto como un lugar de encuentros interdisciplinares: “ Un lloc vivent de lliure discussió, reunions de poetes, músics, pintors, artisans. Teatre clàssic i d’assaig. Cine. Ballet. Preveure tota mena d’activitat cultural, pensant en el nou món que s’està formant, no limitant-se a reunions d’intel·lectuals”. Creo que aquel sueño lúcido -compartido con Josep Lluís Sert y con Joan Prats, entre otros-, se ha cumplido en parte, aunque en ocasiones sin la plenitud deseable, y tal vez posible de haber podido contar con mayores apoyos económicos institucionales. Por ejemplo, tras la muerte del artista, el Estado español se llevó a Madrid obras importantes de Miró como pago de derechos de sucesión, cuando es obvio que la capital española es irrelevante en la biografía de este artista.
Tras la muerte del artista, el Estado se llevó a Madrid obras importantes de Miró
Más allá de la colección mironiana del museo, o del valioso conjunto de obras dedicadas “A Joan Miró” que consiguió Victoria Combalía en 1986, allí se han celebrado muchas exposiciones temporales espléndidas y de carácter muy diverso. Entre las más memorables citaré 109 llibres amb Joan Miró (1989), la del centenario de 1993, la de Calder comisariada por Joan Punyet Miró en 1997, la de Arp comisariada por Maria Lluïsa Borràs en el 2001 y Miró-Picasso (2023). Los dos primeros grandes éxitos de público tuvieron lugar en 1984, con la exposición de Duchamp comisariada por Gloria Moure y el homenaje a Hergé, que comisarié junto con Peret (Pere Torrent), donde participaron dibujantes como Charles Burns, Joost Swarte, Ever Meulen, Micharmut o Ted Benoit. Posteriormente, las muestras de Warhol, Peter Greenaway y Rothko confirmaron ese poder de convocatoria.
La Fundació fue desde el principio un lugar de encuentros y descubrimientos. En los años setenta, siendo la segunda sede de la Filmoteca, se estrenaron allí películas de Philippe Garrel, Fellini y otros. En 1980 irrumpieron en el edificio de Sert las transgresiones de Lindsay Kemp, el principal maestro andrógino de David Bowie. En la Miró prepararon un proyecto posminimalista los músicos Javier Navarrete y Alberto Iglesias, entonces desconocidos y hoy habituales en los Goya y hasta en los Oscar: esa espléndida banda sonora de Iglesias para El topo (2011), una adaptación de John le Carré. Pocos se acordarán, pero anotaré que el 10 de junio de 1988 tuvo lugar en el Auditori de la Miró un concierto sublime de Ustad Zia Mohiuddin Dagar (rudra vina) y Ustad Zia Fariduddin Dagar (voz), organizado por Phonos, cuando nadie programaba música clásica de la India.
Otra epifanía tuvo lugar en 1990. La acción-instalación de Manel Esclusa Figuracions a l’espai convirtió, con un súbito alumbramiento, las paredes de la sala en un arquitectónico soporte fotográfico y a los asistentes en personajes siluetados: la sala como laboratorio y como caverna platónica. Nada o poco de todo esto se recuerda en la exposición actual La poesia tot just ha començat. 50 anys de la Miró , que resulta confusa en la sala que abarca el periodo 1984-2007, justo el más relevante, bajo la dirección de Rosa Maria Malet.

