El pasado 8 de julio, el Ministerio de Cultura presentó su nuevo Plan de Derechos Culturales. Se trata de un anuncio ampliamente esperado. Hacía tiempo que se evidenciaba la necesidad de un cambio de enfoque en cuanto a las políticas culturales – la pandemia nos lo acabó de demostrar. Y, francamente, hemos recibido la noticia con alegría: por fin vemos que la administración pública reconoce algunas ideas que hace años que se han ido perfilando desde el sector. Desde el Plan se desprenden dos objetivos centrales: por un lado, la necesidad de adoptar una perspectiva que entienda la cultura como un derecho fundamental, no sólo como un bien de consumo; y por otro, el reconocimiento del potencial transformador de la cultura y de su utilidad para abordar los retos a los que nos enfrentamos como sociedad.

Presentación del Plan de Derechos Culturales en el Museo Reina Sofía el pasado julio
Cuando hace nueve años llegué a la dirección de la Fundación Carulla, éramos pocos los que mirábamos la cultura como un verdadero motor de cambio social, como una herramienta para cohesionar la sociedad y resolver los retos que nos rodean. Evidentemente, no toda la cultura ha de ser transformadora, pero en las emociones que se nos remueven ante cualquier hecho cultural, existe la chispa que puede impulsar cambios sociales efectivos; y esta chispa debe cuidarse.
El Plan de Derechos Culturales del Ministerio abre un nuevo paradigma y hace que el carácter transformador de la cultura pase de ser una idea periférica –y conceptualmente poco definida– a situarse en medio de la discusión. Ahora bien, es crucial que estas cuestiones no se queden en la esfera del discurso y que se apliquen correctamente y de forma concreta. Dado el actual estado del sector cultural, tal transformación es tan necesaria como urgente.
Las personas, en el centro de la cultura
Hasta ahora, la aproximación mercantil a la cultura ha concentrado y centralizado los recursos del sector y, consecuentemente, la forma en que la población interactúa con este tejido. El grueso de la oferta la conforman producciones de escala masiva, cuya pervivencia en el imaginario colectivo no suele ir mucho más allá del consumo. Los productos culturales son – valga la redundancia– productos, no redes para tejer relaciones sociales y simbólicas, que es cómo realmente se entiende la cultura desde una perspectiva antropológica. A todo esto se le suman varias barreras de acceso que hacen que este derecho fundamental sea, en la práctica, el privilegio de unos pocos.
En este contexto, los equipamientos y prácticas culturales ya no pueden esquivar hacerse ciertas preguntas. Llenar la platea ya no es la única forma de medir el éxito; el consumo cultural no puede seguir siendo pasivo. Para garantizar plenamente los derechos culturales, la ciudadanía debe participar de forma activa, tanto en lo que se refiere a la producción como a la toma de decisiones. Las personas deben situarse en el centro de la cultura.
“El potencial transformador de la cultura sólo brilla si la persona se sitúa en el centro de la acción”
Éste es uno de los principales aprendizajes que hemos alcanzado: el potencial transformador de la cultura sólo brilla si la persona se sitúa en el centro de la acción. Desdibujar las fronteras entre productores y consumidores despliega un espacio de creación riquísimo, en el que las particularidades de cada uno y del territorio se integran totalmente en la experiencia. Sin duda, esta aproximación rompe las dinámicas de gran parte del sector. Pero quizá sea precisamente así como podemos repensar la cultura – y los futuros– que queremos. En las nuevas preguntas también encontramos nuevas formas de contarnos.

La anterior consellera de Cultura de la Generalitat, Natàlia Garriga, en una reunión con el sector sobre el anteproyecto de ley de derechos culturales
Del plan a la acción: un paso estratégico
El Plan de Derechos Culturales es una gran noticia, pero sólo es un primer paso. En Cataluña hace ya unos meses que trabajamos también para avanzar en este mismo sentido. Con un anteproyecto de ley de derechos culturales y con una mesa de interlocución en el horizonte, nos estamos moviendo por lo que consideramos que es uno de los pilares para mantener la salud democrática. Sin embargo, e insisto, es necesario asegurarse de que estas ideas reciban el apoyo necesario, tanto a nivel público como privado, para que se puedan desarrollar correctamente.
La nueva ley debe estar dotada de un presupuesto adecuado y de un buen plan de despliegue en coordinación con el tercer sector cultural. Ahora que disponemos de un marco estratégico a nivel estatal, tenemos la responsabilidad de crear las estructuras que sostengan ese impulso en el tiempo. El nuevo Plan no puede quedar en papel mojado. Es necesario que todos juntos trabajemos para que, en definitiva, la cultura no sólo sea para todos, sino DE todos.