Sin casa a la que volver

SIN VACACIONES 7/7 

La ciudad cuando tu casa es tu cuerpo y tu cabeza. En verano o en invierno hombres y mujeres buscan y encuentran lugares a refugio para no ser vistos, pero tampoco ignorados

SERIE DE CARLOS ZANÓN

Sintecho en el parque de la Estació de Nord en Barcelona 

Mané Espinosa

En La ciudad y la ciudad , quizás su novela más accesible, el escritor británico China Miéville plantea una situación en su terreno, lo fantástico: dos ciudades que están casi superpuestas. Solo los separa una brecha que hace que no se eclipsen totalmente la una a la otra. Una ciudad vive a espaldas de la otra (sus leyes, habitantes, problemas y soluciones) y por esa brecha no se debe colar nada de un mundo a otro. La trama –en este caso policial– hace que el cuerpo asesinado en un mundo aparezca en el otro. Algo que no podía pasar, ha pasado. Les dejo el placer de la lectura.

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Como suele suceder en el siempre denostado género de lo fantástico –en cualquier género– es que se habla de algo para hacerlo de muchas otras cosas. Miéville nos plantea que un mundo ha aprendido a no ver al otro –a pesar de que es visible si te fijas–. De hecho, han aprendido a “desver” (así está traducido) todo lo relacionado con lo otro. “Desver” como dejar de ver. No queremos verlo y aprendemos a no verlo. En la novela nos aparece como fantástico, pero China Miéville también nos interpela porque nosotros también hemos hecho por no ver cosas. La pobreza, por ejemplo. Las personas sin hogar, las que deambulan por la ciudad, las que duermen en la calle y portales, en accesos a aparcamientos y locales. Solo si se cuelan por la brecha aceptamos su existencia y luego, tratamos de volver a dejar de ver.

A veces le saludo. Sé cómo se llama. No sé por qué no le pregunto por qué lee si el mundo ya no le pertenece

Según datos de la Fundación Arrels unas cinco mil personas viven en Barcelona sin hogar. Según diferentes estudios, cerca del 65% son hombres. Para tranquilidad de la extrema derecha, más del 80 % son españoles y la media de vida de una persona sin hogar, en la dureza de la calle es de 41 años. Si has sufrido adicciones la media baja a los 33 años y con problemas mentales de 48 años. Una de las preocupaciones de los sin hogar es el miedo a que les roben, a que les peguen, a que les hagan daño. Por eso hacen que no están, por eso no cuesta tanto hacer que no los vemos.

Como sociedad hemos creado mecanismos de ayudas que nunca elogiamos, valoramos ni presupuestamos lo suficiente. Como individuos hay a quien verlos les genera violencia como si se tratara de un vicio haber sufrido una ruptura cataclísmica de casi todo (economía, familia, vínculos) o trabajar pero sin que eso te permita tener techo. Son los mismos que solucionarían todo con el mismo tipo de violencia, no hay que olvidarlo.

Hay a quien verlos les genera violencia como si fuera un vicio haber sufrido una ruptura cataclísmica

Hay otro tipo de individuos que además de concienciarse, pasa a la acción y genera actuaciones que alivia, soluciona o ampara el día a día de las personas que se hallan sin techo, sin ningún lugar al que volver que puedan llamar hogar. Pero la mayoría somos los otros. Los que cuando aparece eso en la brecha, bajamos la mirada.

Lo hacemos por muchos motivos. Porque sabemos que una mirada puede hacer daño. Porque no queremos que ellos se vean como quizás los vemos. Con pena, con aprensión, con incredulidad, con incomprensión, con preguntas de difícil o nula respuesta. Es posible que en ese bajar de ojos también haya respeto. No te juzgo, no opino, no te aconsejo ni dirijo. También la bajamos porque sentimos que estamos en deuda con todos ellos, porque la sociedad que hemos creado ha generado unos mecanismos de catalogación y envasado que lleva a su exclusión y marginalización, para luego desentendernos de todo ello, no verlo, cerrar los ojos y que desaparezcan (o que cambien de barrio, de horario o de ciudad).

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Y también bajamos la mirada por terror. Porque no dejan de ser un abismo al que no queremos asomarnos. Porque si es cierto que todo ser humano acaba enfrentado a lo que más teme, ellos muy a su pesar, son un espejo, el nuestro sin lugar a duda. Todos sabemos que la solidez de nuestra casa de piedra, madera o paja depende de la fuerza del lobo. Que un mal divorcio, un despido, una hipoteca, una ruptura, una enfermedad, una herencia, una muerte nos puede derribar como un naipe más de la baraja. Bajamos la mirada porque no estamos lejos de su mirada. Sabemos que podemos llegar a mirar desde ese otro sitio y no queremos sentir ese miedo.

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Cerca de donde vivo hay un señor que duerme en unas escaleras. Tiene un horario para llegar y otro para marcharse. Nunca se excede. Tampoco falta a la cita. Recoge y guarda sus cartones y mantas. Es limpio y educado y siempre anda leyendo un libro. De noche, con la escasa luz que arroja esa escalera que da a un jardín municipal. Los devora. A veces le saludo. Sé cómo se llama. No sé por qué no me siento a su lado y le pregunto si quiere hablar un rato. Saber por qué lee si el mundo ya no le pertenece. Quizás no lo hago porque temo la respuesta. Que me diga que el mundo no es de nadie. Tampoco mío. Que me vaya a casa. Que finja estar a salvo. Que siga leyendo.

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