Enrique Murillo (Barcelona, 1944) es historia viva de la edición española. Traductor, autor, periodista... pero sobre todo editor, en lugares como Anagrama, nada menos que tres grandes grupos editoriales (Bertelsmann, Planeta y Santillana) o su propio sello independiente (Libros del Lince). Ha descubierto –o impulsado– a autores como Lucía Lijtmaer, Álvaro Pombo, Ray Loriga, Marina Perezagua, Ignacio Martínez de Pisón... ha traducido a Nabokov, Amis, Barnes, Capote, Anaïs Nin, Tom Wolfe... se ha paseado con Salman Rushdie en plena fetua, ha lanzado best sellers como Paula de Isabel Allende o El Rey de José Luis de Vilallonga y, en fin, ha tratado con tantos grandes editores y autores que uno podría emular aquel famoso chiste y decir ‘¿quién es aquel que está al lado de Murillo?’, como si fuera un Forrest Gump del mundo del libro. Culto, divertido y mordaz, una de las aficiones favoritas de los periodistas literarios es quedar con él para escuchar sus historias, chismes y visiones tanto de la industria como de la literatura. Ahora todos pueden leerlas en su libro de memorias Personaje secundario (Trama), una obra de vuelo literario que pretende mostrar, según reza su subtítulo, “la oscura trastienda de la edición”.
Murillo empezó, gracias a su amigo Félix de Azúa, como lector de manuscritos para las editoriales de Carlos Barral. La trayectoria que, desde ahí, le lleva a dirigir una de las principales editoriales de España, pasando por todos los papeles del gran teatro editorial es lo que cuenta la obra.
La obra revela detalles del tímido lanzamiento de Ruiz Zafón o del plagio de Ana Rosa Quintana
Entre lo más llamativo para el profano, su denuncia sobre cómo funciona el sistema de liquidación de las ventas de libros. Los autores cobran un porcentaje de las ventas de sus obras, en torno al 10%. Pero la información sobre cuántos libros se han vendido la proporciona el editor, parte interesada, y no un organismo independiente. Murillo dice que no se cumple la Ley de Propiedad intelectual de 1987 al respecto, que obliga a desarrollar un sistema de control de tiradas “que el legislador entendió que debía ser externo y neutral”. Entre las perlas, vemos a un editor que, al escuchar que a un afamado escritor internacional, le han de pagar 2.000 pesetas por sus ventas, responde: “Déjalo en la mitad, XXX vive muy bien en Londres. No lo necesita”.
O que, cuando el autor de estas memorias entró a dirigir Plaza y Janés, se encontró con con muchas carpetas con listas de libros, con ISBN, autor, título y, al lado de cada uno, dos cifras, una en que se indicaban las ventas reales y otra con las declaradas (inferiores), práctica que él desterró con el apoyo de sus directivos. O que la marcha de Javier Marías de Anagrama se debió a una discrepancia de unos 8.000 ejemplares entre lo que él creía que había vendido y lo que sus editores le declaraban. “La agente Carmen Balcells -apunta- desde sus comienzos eludió esta sospecha a la brava: poniendo un anticipo tan alto que ya no importaba qué ventas declarase el editor, ella y su autor ya lo habían cobrado por adelantado”.
Enrique Murillo, Salman rushdie y Antonio MuñozMolina, en tiempos de la fetua
Nos cuenta desde el (trabajoso y casi abortado) lanzamiento de La sombra del viento de Carlos Ruiz Zafón –que él tuvo en sus manos, gracias a Terenci Moix, cuando se presentó al premio Fernando Lara, que no ganó– hasta el “vergonzoso” plagio de Ana Rosa Quintana en su novela, que curiosamente sirvió para catapultarla aún más a la fama. Murillo va entremezclando casos con sus propios asuntos personales, como sus felices años en Londres, sus problemas para conseguir la custodia de los hijos o la enfermedad de su mujer pintora. También aparecen los negocios del padre de Jorge Herralde, un industrial asociado con un alemán protegido por el franquismo. “Subrayo el mérito del hijo rebelde en huir de aquella empresa y montar con parte de la herencia una editorial de izquierdas”, apunta.
Murillo aparece aconsejando publicar La conjura de los necios o contratando a autores como Imre Kertész, Herta Müller o Jonathan Franzen pero también metiendo la pata (o tal vez no, quién sabe) al desaconsejar a Patricia Highsmith, no decir nada sobre Arturo Pérez-Reverte o manifestar que no le gustan Manuel Vázquez Montalbán o Juan Goytisolo.
Fue una figura clave para lo que dio en llamarse la nueva narrativa española, a partir de los años 80: “Eso me lo inventé yo”
Con un trasfondo de crónica de la precariedad laboral del sector, también compara la costumbre de despedir al editor por las escasas ventas de un sello con los equipos de fútbol que destituyen al entrenador por los resultados aunque su trabajo sea bueno. Pone el ejemplo de Mario Muchnik. “El alto ejecutivo que le despidió de Seix Barral creyó que todo lo malo se debía a ese editor de gustos refinados. Y, después de haberle echado de mala manera, se puso a cosas como cancelar los contratos de un autor que vendía poquísimo, pero cuya siguiente obra vendió cientos de miles de ejemplares, un tal Milan Kundera. También canceló el contrato de otro 'capricho' de Muchnik, la novela titulada Bella del señor, que publicó con éxito Anagrama poco más tarde”. En el otro lado, cita el ejemplo positivo de Herralde, sosteniendo durante largos años a autores con bajos resultados comerciales hasta que llegan a escribir un best seller, como Antonio Tabucchi y su Sostiene Pereira.
Murillo establece asimismo un canon personal de autores y tendencias. Contrario a las vanguardias, al nouveau roman, al costumbrismo, a la novela política, a la actual novela negra (él dice que es gris) española... fue una figura clave para lo que dio en llamarse la nueva narrativa española, a partir de los años 80. “Eso me lo inventé yo”, ríe, divertido.

