Claudia Cardinale, la diva mediterránea que rompió las fronteras

Fallecida a los 87 años

Nacida en Túnez de familia siciliana, encarnó la mezcla de culturas del Mare Nostrum y se convirtió en icono del cine italiano y francés

Italian actress Claudia Cardinale attends in February 1962 the Opera gala in Paris for the release of the film

Claudia Cardinale, en París en 1962

AFP

La biografía de Claudia Cardinale, incluso antes de su filmografía, es el signo de una identidad que traspasa fronteras. La eterna diva del cine italiano, fallecida el pasado martes a las puertas de París, lo es también del francés y nació en Túnez, es decir, en pleno Mediterráneo, atravesado de costa a costa.

Nació el 15 de abril de 1938 en Túnez, hija de un padre siciliano, ingeniero de ferrocarriles, y de una madre, también siciliana, nacida en Libia y emigrada con su familia a La Goulette, el barrio portuario de la capital. En casa se hablaba siciliano, francés y alguna palabra de árabe, pero no italiano. Aun así, la familia nunca renunció al pasaporte, incluso en tiempos difíciles.

En 1956, a la salida de la escuela, la jovencísima Claudia fue descubierta por un director francés, René Vautier, militante comunista y pionero del cine anticolonialista, que la incluyó en el reparto de Les Anneaux d’or, un cortometraje que celebraba la independencia tunecina y que ganó el Oso de Oro en el Festival de Berlín. Prácticamente con un solo plano, la hija de emigrantes italianos se hizo famosa hasta el punto de ser elegida por otro director francés, Jacques Baratier, como compañera del astro egipcio Omar Sharif en Los días del amor, de hecho su primera película verdadera.

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Y aquel ambiente de contaminaciones fue decisivo para llegar al gran público. Como ella misma contaría, todo fue muy casual: “yo era una salvaje”. En 1957, con 19 años, Claudia ganó un pequeño concurso de belleza organizado por la comunidad italiana de Túnez, en el que ni siquiera se había inscrito, y el premio fue un viaje a Venecia, durante los días del festival de Cine. Y en la playa del Lido, aquella presencia discreta no pasó desapercibida: en poco tiempo, la joven italotunecina acabó en Roma, en el Centro Experimental de Cinecittà, la escuela de formación por excelencia del cine italiano. Fue una experiencia breve y negativa, sobre todo por las dificultades con el italiano, que años después acabaría resultándole útil.

Fueron años difíciles, previos al lanzamiento definitivo al Olimpo del cine. A finales de los años 50, Claudia decidió dejarlo todo y regresar a Túnez. La decisión causó tanto revuelo que la revista Epoca le dedicó una portada como la joven que renunciaba al éxito. Detrás, sin embargo, había una historia terrible: al volver a Túnez, Cardinale descubrió que estaba embarazada como consecuencia de repetidas agresiones sexuales, de las que habló muchos años después sin revelar nunca el nombre del autor, del que solo dio algunos rasgos: “un hombre mucho mayor que yo”. Así nació Patrick, un niño al que durante años presentó como su hermano pequeño, hasta que en una entrevista histórica con el periodista Enzo Biagi reveló la dura verdad. A ayudarla en aquellas circunstancias tan difíciles estuvo el productor Franco Cristaldi, que pagó los gastos para organizar el parto en un hospital de Londres. De allí nació un amor que duró muchos años.

Aquel retiro de las pantallas fue solo una etapa. En los años sesenta, con el cine italiano en la cumbre de su gloria, Claudia Cardinale se convirtió en una presencia imprescindible. Su debut en Italia fue con una película memorable, Rufufú, I soliti ignoti (1960) de Mario Monicelli, con Vittorio Gassman, Marcello Mastroianni, Renato Salvatori y Totò. Después de La chica con la maleta (1961), dirigida por Valerio Zurlini, los productores y directores empezaron a disputársela.

1963 fue su año prodigioso. Cardinale saltaba de un plató a otro entre El Gatopardo de Visconti y 8 y ½ de Fellini. Dos obras maestras, dos papeles distintos, que la consolidaron como mito del cine europeo. Y, sin embargo, ella siempre confesó que su película preferida era otra: La muchacha de Bube, de Luigi Comencini.

Las portadas de las revistas italianas volvieron a ocuparse de ella, por la ruptura con Cristaldi y el nuevo amor con el director napolitano Pasquale Squitieri, famoso entonces por películas de compromiso social, aunque ya de mayor acabaría convertido en parlamentario de la derecha. Incluso desde Francia, donde vivió muchas décadas y falleció ayer, siguió hasta el final participando en batallas progresistas, por los derechos de las mujeres y de las víctimas de las dictaduras. Desde París, Roma y Túnez. Sin renegar de esa mezcla de culturas que la convirtió en diva: “Mi hija Claudine vive en París, mi hijo Patrick en Roma, mi hermano en Turín, mi hermana Blanche en Polinesia —contaba en una entrevista a La Repubblica en 2017—. Yo soy italiana, nunca he dejado de serlo”.

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