Artificio, procedimiento o medio ingenioso para conseguir, encubrir o simular algo. Entre muchas definiciones posibles, la inteligencia artificial nos da con la que mejor la representa…
Hemos llamado inteligencia artificial, dándole características plena y exclusivamente humanas, a esta nueva herramienta tecnológica, que podríamos haber nombrado como bases de datos asociativas o, incluso, bases de datos generativas. Lo cierto es que con otro nombre, no tan humano, no tan connotado, tal vez daría menos miedo. Porque miedo da, por más que sea otra nueva puerta abierta a la esperanza y al futuro. ¿Por qué? Por si nos suplanta, por si nos supera. Por si decide escribir poesía y novela y crear imágenes imposibles y nos lleva más allá de la realidad, de nuestra realidad tan pobremente percibida. Nuestros límites son las cosas, decía Goethe. Pero, ¿y si las cosas no tienen límites?
Discúlpenme este inicio de artículo de tintes apocalípticos, pero es que creo que estamos en un parteaguas, una bisectriz ante la que debemos, déjenme enseñarles las cartas ya, regular y legislar, distinguir.
El poder y el dominio de las nuevas empresas tecnológicas se mide en miles de millones de dólares. Los tecnoligarcas son una casta obscenamente rica y descaradamente influyente. Estamos inmersos en una tecnocracia de tintes postfascistas, Trump mediante. Y no parece, con sus incursiones en las llamadas redes sociales y el sometimiento de los medios de comunicación tradicionales, que nada de esto vaya a mejorar. Al contrario, las llamadas a la libertad nos llegan en su gran mayoría de entornos y contextos profundamente reaccionarios.
Estamos viviendo la apropiación sistémica de todo el contenido creado
Hagamos un poco de historia condensada. Siempre hubo artistas, creadores. Y se sometían al dictado y el arbitrio de mecenas y aristócratas. La clientela tenía el poder y empujaba el arte hacia donde quería. A veces, incluso en su contra, claro, pero eso siempre ha formado parte del juego. El artista como escapista y transgresor.
Es un lugar común, especialmente entre los países anglosajones, que el derecho de autor y la propiedad intelectual tiene su origen en el llamado Estatuto de la Reina Ana, de 1710, que regulaba, en la unión de reinos británica, la copia y difusión de libros. Hay, por supuesto, antecedentes que incluso deberían destacar la defensa, por real cédula, de la propiedad del personaje del Quijote por un tal Miguel de Cervantes contra el usurpador Avellaneda, pero ya sabemos que no sabemos vendernos y que olvidamos nuestra propia historia.
Siempre ha formado parte del juego que el artista sea un escapista y un transgresor
Si avanzamos en el recorrido histórico, el Convenio de Berna –por la ciudad suiza donde se rubricó– en buena medida sigue vigente y desde 1886 regula la forma, digamos que canónica, de protección de la propiedad intelectual. Se dice que fue una reacción impulsada por un Víctor Hugo que no conseguía cobrar los derechos hijos de sus muchos ejemplares vendidos.
España, por cierto, en medio de uno de sus momentos políticos y dinásticos más turbulentos, fue con todo uno de los países inicialmente firmantes del acuerdo. Los Estados Unidos de América no rubricaron la Convención de Berna hasta 1989, más de un siglo más tarde.
Se lo cuento porque, sin ánimo de aburrirles, es lo que explica parte del actual momentum en torno a este tema y su posible evolución. Para los europeos, el respeto al derecho de autor es una materia de derechos humanos. No se incluyó en la declaración inicial de los derechos del hombre y el ciudadano, porque todas las revoluciones –también la francesa– empiezan preconizando el derecho de todos al libre acceso a la cultura. Pero hasta los revolucionarios franceses entendieron muy prematuramente que o se remuneraba adecuadamente al creador o caminábamos hacia el desastre.
El mundo anglosajón, tan divergente a veces, estableció una fórmula de copyright más en línea con lo que para nosotros son las leyes de patentes y marcas. Protección industrial frente a derecho universal, si me permiten reducir el tema de forma muy pero que muy esquemática.
Y ahora estamos viviendo la apropiación sistémica de todo el contenido creado a lo largo de la historia. Todo esto recuerda, a mi juicio, a un cocido tradicional. Hubo un primer vuelco, una primera apropiación –un robo, vamos– con la irrupción de internet. El segundo vuelco del cocido, donde ya van garbanzos y patatas y demás, fue la implosión de los grandes buscadores. Ya saben ustedes cuáles y sobre todo cuál. Y ahora hay un tercer vuelco, en el que nos jugamos las carnes y el chorizo, con la llegada de la inteligencia artificial, que ha alimentado la máquina ( sic ) con el conocimiento universal sin pararse en barreras legales ni en distingos morales.
El cocido está servido y el plato principal somos nosotros, con toda nuestra intimidad expuesta y descarnada. Y la muy breve esperanza es que Europa, tan ensimismada y tan dormida, reaccione. Y que todos los tecnocapitalistas que acompañaron la toma de posesión del segundo advenimiento de Trump se vean forzados, ellos, sí, a trocear sus imperios y aceptar que el ser humano nació para ser libre y crear más allá de la codicia de unos pocos y sus algoritmos.
Las llamadas a la libertad nos llegan de entornos y contextos profundamente reaccionarios
O lo entendemos pronto o estaremos viviendo en directo el amanecer de una nueva dictadura global, en la que el voto será un derecho reconocido, sí, pero un derecho cercenado, manipulado y casi inútil. Al tiempo…