Hace un año, cuatro hombres con pasamontañas y mochilas pararon un cercanías media hora después de salir de Atocha. Yo iba en ese tren. Pensamos que se trataba de un ataque terrorista, que íbamos a morir. Los viajeros que no teníamos la atención en el teléfono nos dimos cuenta de la situación y salimos corriendo hacia el vagón más alejado. Al llegar al último, comenzamos a abrir manualmente las puertas. Recuerdo a la perfección la esquina que formaba la parte trasera de un asiento y pensar: si no logramos salir, me haré una bolita ahí hasta que explotemos o vengan a pegarme un tiro. Tenía el número de mi madre preparado para llamarla. El resto de las madres ya estaban siendo avisadas. Yo esperaba hasta el último momento. Para decirle dos solas palabras no necesitaba demasiado tiempo. Pero, al final, nadie murió. Los terroristas resultaron ser simples grafiteros.
Un ataque de 62 grafiteros al metro de Barcelona
Aquella noche me costó conciliar el sueño. Me entretuve en pensar qué habría hecho mi familia con mi cuerpo de haber fallecido. Supuse que me habría enterrado en mi Jándula literaria. Y la verdad es que habrían acertado con el sitio. Creo que solo me enterraría en otra ciudad si me enamorara. Así que, por ahora, Jándula será mi reino eterno. Si bien, sí hay algo que me gustaría que hicieran con mi cuerpo una vez pierda el alma: que no lo toquen durante tres días antes de enterrarlo. Lo leí en un libro que no recuerdo, pero me pareció importante. ¡Y que no usen ataúd! Que mi cuerpo toque la tierra, aunque no creo que las autoridades sanitarias lo permitan; prima la salud de los vivos al honor de los muertos.
Aquella noche me entretuve en pensar qué habría hecho mi familia con mi cuerpo de haber fallecido
Supongo que mis padres, de morir joven, querrían que la ceremonia fuera católica. A mí no me importa, pues asistiré con los sentidos apagados. Pero sí que me gustaría que, cuando entren el féretro a la iglesia, pongan una canción: Dancing queen . Es un tema cuyo comienzo siempre me hace sonreír; una mezcla de fiesta y nostalgia, un baile por lo que hubo. Así sacaría una sonrisa en los participantes, que es el único sentido que le encuentro a la vida: hacerle menos amargo el trago de la existencia al otro. Otra opción es que me tumben sobre una balsa en una laguna, me pongan alrededor del cuerpo conejos moribundos y nos prendan fuego. Mi cadáver iluminaría las aguas con los colores de los fuegos fatuos que desprenderían los animalitos.
El suicidio también lo contemplo, pero solo si llego a cierta edad. En una de mis películas favoritas, Harold y Maude , la protagonista quiere perder la vida el día de su 80.º cumpleaños. Me parece bonito decidir cuándo partir. Pienso también en Las invasiones bárbaras y en el precioso libro de Gina Montaner, Deséenme un buen viaje , y me emociona el cariño de los amigos y los familiares hacia el moribundo.
En cuanto a mi herencia, quiero que sea repartida así: para mi hermana, el arpa; para mis padres, el soneto que me escribió Joaquín Sabina; para Charles, el acordeón; para Leticia, los primeros manuscritos; para Carlos, el perro de porcelana, y para el resto de mis amigos, lo único por lo que bien merece la pena vivir: los libros.

