1
Acá hace un calor que se caen los pajaritos, se tiran de cabeza cuando chillan las cigarras. De verdad. Había dos pájaros muertos hoy en el jardín. El Hobbit me dijo que saliéramos, que hoy podíamos hablar afuera. Pero era porque ahí ella puede fumar. Nos sentamos en esas mesas y sillas que parecen robadas de una pizzería. Ella dejó su bolso sobre la mesa, se alejó unos metros para hablar con un enfermero que pasaba, dijeron algo sobre la medicación de no sé quién, me dio la espalda. Volvió a la mesa, sacó los cigarrillos del bolso, lo revolvió buscando fuego, tuvo que pedirle al chico pelado al que tampoco nadie viene a visitar y que siempre está fumando en el mismo lugar. Fumar tabaco se puede. A mí no me dejan, pero los demás pueden. Igual no me gusta el tabaco. Así que el Hobbit volvió con su pucho prendido y me sonrió antes de sentarse. Un hobbit recién salido de la peluquería. Debe tener un casamiento hoy, una fiesta de la Asociación Argentina de Psiquiatría Infanto Juvenil. La AAPIJ. Una institución que si no existe la deberían inventar para que mi terapeuta asignada vaya hoy a la noche a bailar un rato a la fiesta anual y ver si después logra irse con alguno que le sacuda un poco la vegetación achaparrada. Que se enamore y no me traspase a mí su angustia de un metro cincuenta. Es horrible hablar con ella. Es horrible quedarme callado. De pronto saca del bolso un cuaderno de tapa dura y unas biromes y me los pone delante.
—Ya que no querés hablar conmigo quizá podés escribir —me dice—. Leí un texto tuyo sobre andar en bicicleta que está colgado online. Tenés facilidad de palabra, Thiago. Te va a hacer bien escribir. De lo que quieras, de lo que pasó, o no, o de otra cosa. Lo que vos tengas ganas.
—¿Cuándo me van a dar mi teléfono?
—En unos días te lo dan.
En ese momento lo que pensé fue recuperar mi teléfono, así les puedo pedir en la secretaría del colegio que, ahora que soy exalumno, bajen de la página web ese texto que escribí. Un cuento malísimo de un tipo que anda en bicicleta y como se va olvidando de sí mismo a medida que pedalea se transparenta en el viento y se hace aire. Lo mandé al concurso y ganó y lo colgaron ahí en la web abierta. Si alguien pone mi nombre en un buscador, lo único que salta es eso. Lo ilustraron con una foto de un tipo andando en bici como en una propaganda de desodorante. No me gustó la idea del Hobbit stalkeándome. Me quedé en silencio. Sonaba la autopista cercana como una rompiente de mar. Yo prefiero que pasemos la hora con ella en la sala 3 del costado del edificio. Tengo escondido un cuchillo de untar manteca y cada vez que la espero ahí, hago como que miro por la ventana, pero aflojo un poquito uno de los tornillos de la esquina de la red metálica. Igual es todo yeso y cartón prensado. Si lo pateás con furia tirás las paredes abajo. Pero hay que ser muy sutil. Un minigiro de tornillo cada vez.
En todas las salas se oye la conversación de la sala de al lado. No se distinguen las palabras, pero se oye como abajo del agua. Y hay una sala con cámara Gesell. Casi les tiro la silla contra el vidrio una vez. Encima les vi la cara a todos cuando estaban por entrar. Porque el centro funciona también como escuela de psiquiatría y hay sesiones en las que los estudiantes de posgrado miran del otro lado del vidrio. No los ves, pero los ves. Porque los viste recién preparándose un café en la máquina del pasillo. Es muy berreta todo. Y en una sesión con el Hobbit no sé si le respondí mal o qué, pero sonó el intercomunicador y ella atendió. Preguntale por qué está tan enojado, se oyó que decía uno. Y el Hobbit casi repite la pregunta como si no se hubiese escuchado perfecto.
—Ya escuché —dije—. No estoy enojado.
Pero me dieron ganas de partir el espejo con la silla. Podría haber sido tan lindo.
—Es medio ridículo que estén ahí escondidos atrás del vidrio —dije—. ¿Por qué no nos juntamos acá, ponemos las sillas en círculo, tomamos mate y me oyen contar cómo casi mato a mi hermanito?
El Hobbit me explicó lo de la confidencialidad y no sé qué más, para que me quedara tranquilo. Se- guro el mierda de mi viejo dio autorización para eso. Quizá hasta le hicieron descuento. Mi comentario en todo caso sirvió para que lo de la cámara Gesell no se volviera a repetir. Al menos hasta ahora.
Igual no pasa nada. Aprendí a decir lo mínimo acá adentro. Mirá si me voy a poner a anotar cosas en un cuaderno. Ni en pedo escribo una sola palabra. Le agradecí el cuaderno al Hobbit. Lo agarré como si significara mucho para mí. Ella me dijo que se tenía que ir, se despidió y me quedé sentado en este jardín donde a alguien hace años le pareció buena idea plantar siete sauces llorones.
2
Soñé que en una avenida parecida a Las Heras me subía al colectivo y me encontraba con mi amigo Bruno, y estaba un hermano de él con los mismos rulos también, y después otro. No los conocía, no sabía que Bruno tenía hermanos casi idénticos, pensaba que era hijo único. Y en el fondo había más. Eran seis hermanos, todos con el mismo peinado, la misma mirada. Viajábamos un rato y después bajábamos en un barrio medio destruido. Eran unas cuadras que habían empezado a demoler años atrás para hacer una autopista, pero había quedado la demolición por la mitad. Avanzábamos trepando ruinas, saltando las paredes rotas, subiendo, bajando. No sé a dónde íbamos, pero andar así todos juntos con Bruno y sus hermanos me daba mucha felicidad. La banda de los Brunos. Cuando me devuelvan el teléfono se lo voy a contar.
La falta de música le va a ir envenenando todo. Se le va a llenar de corcheas el cuaderno de apuntes, como hormigas que le van a comer las cifras, las estadísticas, las letras de las teorías enseñadas por un gringo de anteojitos y pantalón caqui pinzado”
Si se lo cuento al Hobbit me va a decir que quizá había muchos Brunos en mi sueño porque extraño a mi amigo. Me dice cosas así, medio obvias. Por eso casi siempre me quedo callado. Bruno se fue a estudiar a Estados Unidos. Cada vez manda menos mensajes. Quería ir a Berkeley a estudiar música, pero su vieja le dijo que no. Que música podía tocar siempre. Que ahora necesitaba aprender una carrera de verdad. Su viejo seguro se quedó callado y Bruno se terminó inscribiendo en Economía. Está leyendo todo el día en algún edificio de Wisconsin rodeado por el hielo. Eso les pasa mucho a los bajistas. Tocan un instrumento que la gente cree que no suena. Quizá, si tocaba el piano, los viejos lo escuchaban más y lo apoyaban. Pero el bajo les pasó desapercibido. Nunca pensaron que Bruno tocaba bien. Ya se va a escapar cuando se derrita la nieve. Van a ver. Lo conozco a mi amigo. No sé si este verano, o el otro, pero se va a escapar con alguna rusa, o una inglesa mejor, y se van a ir a California. La falta de música le va a ir envenenando todo. Se le va a llenar de corcheas el cuaderno de apuntes, como hormigas que le van a comer las cifras, las estadísticas, las letras de las teorías enseñadas por un gringo de anteojitos y pantalón caqui pinzado. Va a ser un desastre cuando se escape, pero un desastre liberador. Igual, cuando protesta en los mensajes de audio, yo lo aliento para que siga estudiando. Hay que dejar que la música haga su trabajo de erosión. Confío en eso. Pero puede llevar años.
Bruno me acompañó un verano a La Lobería. Y fue suficiente. Yo le había advertido que era muy choza todo, casi un campamento, y estaba esperando su reacción. Íbamos hombro con hombro subiendo la última duna y cuando llegamos a la cima y vio por primera vez el pueblito de casas chuecas dijo: ¡Qué letrina! Desde entonces quedó la frase. ¿Vas a la letrina este verano?, me preguntaba. Y también la usábamos cuando caíamos de rebote, invitados por alguien del colegio o por un amigo de un amigo, a una supermegacasa medio mansión. Bruno y yo mirábamos para arriba el palacete y decíamos entre nosotros: Qué letrina. Era una buena frase para cagarse de risa por dentro.
Ahora mi amigo está engordando de selfie en selfie con la comida gringa. Lo último que me mandó fue un video horrendo que hizo viajando en ómnibus de Wisconsin a Chicago, donde se ve el páramo de nieve, los árboles negros, el cielo gris, camiones, playas de estacionamiento con nieve sucia, gente congelada con gorros y guantes esperando para cruzar una avenida.
3
Me llamo Thiago Vinter. Mi mamá se murió el año pasado. En unos días cumplo diecinueve y estoy casi seguro de que nadie va a venir para mi cumpleaños a visitarme. Las únicas dos personas que me gustaría que vinieran son mi amigo Bruno, que se mudó a la Era del Hielo, y mi hermanito Vini, que no va a venir si no lo traen porque tiene apenas cinco años.
            Rafael Otegui y Pedro Mairal conforman el grupo musical Pensé que Era Viernes
Ese sería un comienzo esperanzador para el cuaderno. O quizá mejor empezar con el viaje del último verano. Empezar justo ahí con la brigada antinarcóticos de la provincia apostada en medio del campo en la ruta 3. Con perro antidrogas y todo, frenando algunos ómnibus y autos según una mezcla de azar y olfato policial. Este sí, este no. Este sí, este sí. Este no. Y ese último, al que dejan pasar de puta casualidad sin revisar, éramos nosotros en el Megane gris de mi viejo. Yo vi eso por la ventana y me puse pálido.
O podría empezar con una especie de dibujo como una infografía del diario: en la ruta nuestro auto dibujado transparente y con flechas que salen de la familia sonriente y de los objetos que llevamos.
Primero: al volante, padre (52 años); de copilota, novia del padre (43 años); atrás, hijo mayor del padre (18), hijo menor del padre (5). En el baúl: sombrilla, pelota, inflador, sillas playeras, una linterna con panel solar. Bolsa con alimentos no perecederos para veinte días en un lugar sin heladera. En la valijita de ella, bikinis, un vap de cannabis, algodón, tampones, un libro de yoga, un bolsito con protector solar y dos pomos de gel íntimo, un dildo negro que va a hacer vibrar la cabaña como una obra en construcción. En el bolso del padre, ropa, talco, un speedo de natación que no va a usar porque está medio panzón, varios blísteres de Viagra que levantan hasta la barrera del peaje, una gorra de Columbia University, lugar que no pisó en su vida, un Kindle que le va a durar la primera semana y después no va a poder recargar, un libro de un neuroantropólogo sobre el inminente apocalipsis de la humanidad. La mochila de mi hermanito con un peluche de un dragón negro, otro de una tortuga y otro de un delfín, una palita metálica de jardinería que yo le regalé porque las de plástico se le rompían, un gorro de marinero y una caja de marcadores de colores. Mi bolso con ropa y con una larga soga náutica azul que le estaba llevando a Aguirre para que haga sus trenzas. Mi mochila negra inseparable con una batería cargada extra para que me dure más el teléfono, una lata de Nescau brasilero con suficientes cogollos para hacer levitar a un equipo de la NBA, minibolsitas con ziploc para venderlos por unidad, auriculares y una bolsa de Musimundo con el alma de mi mamá ahí dentro. La bolsa secreta. ¿Qué lleva ahí, joven? Cosa mía.
Y empezar así la historia, con la imagen del auto esquivando controles policiales, avanzando a 120 kilómetros por hora rumbo a una playa al sur de la provincia de Buenos Aires. Los cielos enormes, porque las nubes eran como montañas esa mañana. El campo gigante casi ni se veía, parecía un plano verde vacío. Y arriba, todo cielo. Cada tanto Vini decía: ¡Molino! Teníamos una vieja competencia a ver quién encontraba más molinos por la ruta. En general me gana porque no se distrae. Yo me cuelgo pensando cosas y me salgo del juego. Cuando yo tenía la edad de Vini, o más, mamá estiraba el brazo hacia el asiento de atrás y me acariciaba la cabeza. Yo me quedaba dormido, o simulaba que dormía y los escuchaba hablar. La forma en que mamá me pasaba la mano por el pelo. A veces me decía Triguito. Me lo decía solo a mí. Era mi apodo secreto. De chico yo era más rubio. Pero ahora me dejé el pelo largo. No me lo corto desde que terminé el colegio. Tengo el pelo por los hombros.
De mí siempre dijeron: Salió a la madre. A una amiga de mis viejos una vez la escuché decir cuando yo me alejaba: Se le transparenta la mamá. No quiso ser ofensiva, creo, pero me destruyó. Soy flaco, poco deportista, descoordinado. En el colegio por suerte muy pronto me exiliaron de rugby a vóley. Se te cayó, Thiago, me decía señalando el piso uno más grande que yo que iba en el ómnibus al campo de deportes. Yo miraba. ¿Qué se me cayó? Una plumita. Un día me vi a mí mismo en un video riéndome en un cumpleaños y me dio una vergüenza horrenda. No me di cuenta de que me estaban grabando. Vi que en el video me reía tirando la cabeza para atrás y para un costado y cerrando los ojos, igual que mamá. Qué nenita, pensé. ¿Me río siempre así? Me odié. A los trece o catorce traté de hacer todo un trabajo de enderezarme, como de fosilizar las articulaciones, las muñecas, el cuello. Agravé la voz, evité cualquier gesto delicado. Me volví más lento, inexpresivo, medio robot. Miraba a los más aplomados de la clase, cómo se movían, cómo se sentaban. Los copiaba. Una vez alguien me hizo un comentario y yo le pegué un chirlo en el hombro con la mano hacia abajo y se me cagaron de risa. ¡Le pegaste como pega mi hermana! Logré borrar bastantes gestos, pero algunos afloraban. Si me pasaba mucho tiempo entre chicas, me soltaba de nuevo. Así uno o dos años. Después dejó de importarme tanto. Bruno era mi amigo y con algunos otros formábamos un grupo de invisibles en la clase. Tramábamos cosas, las sugeríamos. Los grandotes las llevaban a cabo. Una vez le dije a uno que se llamaba Lovric: ¿Viste que si abrís la puerta del todo y la levantás, se sale de las bisagras? Por supuesto que la sacó y la dejó apoyada. Nos sentamos todos esperando al profesor. Lo vimos aparecer del otro lado de la ventanita de vidrio, tocó el picaporte, la puerta se vino abajo en cámara lenta, el vidrio estalló. ¿Quién fue? Nadie.
Antes de llegar a Necochea, frenamos en medio de la nada, en la misma estación de servicio de siempre, que papá sabía que tenía los baños bastante limpios y donde había un perro negro sentado al sol que se dejaba acariciar. Parecía más viejo y destartalado, pero ahí estaba. Cuando me muera quiero reencarnar en perro de estación de servicio. Ver pasar las familias apuradas, los camioneros vaciando el mate, la gente que baja del ómnibus acomodándose la ropa. Deambular por los alrededores entre la chatarra, correr liebres, comadrejas. Dormir mucho. Años durmiendo.
—¿Cómo se llama? —me preguntó Vini.
—No sé, preguntale vos.
—¿Cómo te llamás? El perro bostezó.
—Sueño, se llama —le dije.
—Hola, Sueño —le decía Vini, y lo acariciaba. El perro cerraba los ojos, sabía todo, ya había aprendido el secreto del universo y se lo había olvidado.
—No lo dejes tocar el perro, ahora hay que la- varle las manos —dijo papá.
Side Boob había comprado para todos unas galletas de chocoarroz, una especie de corcho con falso chocolate, que se suponía que teníamos que aceptar como si fuera la golosina más deliciosa del quiosco”
Fuimos con Vini al baño. Papá y Side Boob nos esperaban ya subidos al auto. Side Boob había comprado para todos unas galletas de chocoarroz, una especie de corcho con falso chocolate, que se suponía que teníamos que aceptar como si fuera la golosina más deliciosa del quiosco. Ni Vini se las comía.
Bruno la bautizó Side Boob a la novia de papá. Se llama Mónica y ya no es la novia, es la pareja, la mujer, no sé cómo llamarla. Es la mamá de Vini. Y a partir de este verano me va a odiar, me va a tener miedo y supongo que un poco de razón tendrá. Bruno me hizo notar que ella siempre está mostrando los costados de las tetas. Se pone unas musculosas, unas remeras abiertas, unos vestidos y hasta bikinis que dejan ver mucha teta lateral. Teta lateral operada. Bruno siempre encuentra el sobrenombre exacto. Y lo usa por primera vez con toda naturalidad, como si vos ya lo hubieras escuchado. ¿Van con Side Boob a La Lobería? ¿Quién es Side Boob? ¿Cómo quién es Side Boob? Side Boob. ¡Ah! Side Boob, sí. Y te das cuenta de que siempre se llamó Side Boob, lo que pasa es que vos no lo sabías.
A papá se le ocurrió poner música. Ese suele ser un momento bastante temido en el auto. Cualquier playlist de mi viejo incluye las dos canciones más deprimentes de la historia de la humanidad: Creep y On Melancholy Hill. La de Radiohead tiene un momento al minuto uno, cuando están por cantar el estribillo y estalla un sonido horrible, como si se cayera un parlante, dos o tres veces, fuera de tiempo. Es el instante exacto en que se rompió la música del mundo. Se hizo trizas el clavicordio de Mozart y la música siguió sonando por pura inercia. Pero ya está, ahora lo que escuchamos es la banda sonora del final de los tiempos, la cajita de música pisoteada por la bestia. Y la canción de Gorillaz. Bueno. No la quiero ni pensar porque se te pega sin escucharla. Mi papá fue joven en los noventa, no tiene la culpa. La playlist de Side Boob es mucho peor: dubstep, música de gimnasio, de propaganda de bebidas isotónicas. La mejor es la de Vini: María Elena Walsh. Así que, con la idea democrática de elegir una canción cada uno, te quedaba el cerebro hecho puré. Radiohead, después un punchi punchi dinámico, después la Tortuga Manuelita y en mi turno no les tuve pie- dad: Alfredo Zitarrosa. Para que esa melancolía uruguaya de traje marrón y corbata de nudo ancho
les vaya aflojando la alegría a todos. Zitarrosa en la ruta. Lo mejor del mundo. Me gusta la arqueología musical, descubrir cosas antediluvianas y sacarlas en la guitarra. Bruno se caga de risa de que me guste Zitarrosa. A mí me fascina el vozarrón, las guitarras con mucha púa y alguna en la que suenan violines suicidas. El violín de Becho. Tomá. Se te hace de noche el alma en pleno día de sol. Y después estuve medio turbio. La segunda vez que me tocó a mí elegir canción mandé al gran Chico Buarque de mamá. O que será que será, que andam suspirando pelas alcovas, que andam sussurrando em versos e trovas... Papá se la aguantó toda. Desde el asiento de atrás lo vi secarse una lágrima. Después dijo: Bueno, pongamos otra cosa. Me arrepentí, pero ya estaba.
            Pedro Mairal
Paulina María Costa Bixú. Pau. El fantasma de Pau. ¿Venía cuidando el auto por la ruta? Paulina, hija del embajador Mario Costa Bixú y de Bernarda Guste Ferralba, pernambucana de nacimiento, criada en Río, en Montevideo, en Buenos Aires. Paulina, mamina fina, con tu túnica naranja, ¿venías flameando detrás del auto?, apartando conductores veraneantes distraídos que se acercaban de frente, despertando camioneros dormidos que nos pasaban a medio metro, invisibilizando el auto para el escuadrón antinarcóticos, despejando la ruta de caballos sueltos, de vacas, de cubiertas reventadas, dejando que apenas se nos cruce en el camino alguna libélula que quedaba enganchada en la parrilla del auto, haciendo un ruidito seco con el viento, algún bicho amarillo reventado contra el parabrisas, cuidando a tu ex, a la mujer de tu ex, que va poniendo música mala y podría haber sido amiga tuya porque eras amiga de todos, cuidando a tu hijo y al otro hijo de tu ex, mi hermanito, mi hermanastro, mi hermanoide. Según Bruno somos Forro Pinchado Uno (yo) y Forro Pinchado Dos (Vini). Pero vos y papá se quisieron, al menos durante un tiempo. Yo guardo bien una foto donde están en alguna playa de Santa Catarina, antes de mi existencia, están lindos, jóvenes, riéndose, la tengo en mi caja de puntas sueltas, mi caja de objetos que no sé dónde poner. Es lo único que iría a buscar si me dejan salir de acá. Cuando me vaya voy a buscar esa foto.
¡Molino! Yo venía mirando mi teléfono, viendo el punto azul avanzando lento por el mapa. Cuatro horas de viaje hasta Curalquén, después tomar el ca- mino a General Brito, después el camino de ripio, después la tranquera con candado, de La Sureña, el camino arenoso que ya no figuraba en el mapa, el puesto de Aguirre, la tranquera blanca con el segundo candado y dejar el auto antes de los médanos en el gran estacionamiento cubierto por unos toldos, armados con postes de eucaliptos torcidos y una media sombra raída. Primer indicio de que estabas por entrar en Crotolandia.


