Vincent Lindon (Boulogne-Billancourt, 1959) es uno de los rostros más carismáticos del cine francés, también pertenece a una de las grandes familias de la élite parisina (su tío fue nada menos que Jérôme Lindon, editor de Les Éditions de Minuit), y también ha sido, involuntariamente, portada del corazón por sus romances con Carolina de Mónaco o Rachida Dati, entre otras. Con la también actriz Sandrine Kiberlain tuvo una hija, Suzanne Lindon, que también es una precoz actriz y realizadora. En las distancias cortas, es un manojo de tics, cosa que, por decoro, ni mencionaríamos si no fuera porque él mismo lo autoparodió en ese sentido en la desternillante El segundo acto, de Quentin Dupieux. No llegamos a preguntarle cómo lo hace para controlarlos ante las cámaras, porque es algo susceptible en cuanto a su vida personal. Jugar con fuego, de las hermanas Delphine y Muriel Coulin, llega a los cines el 10 de octubre y vuelve a encarnar a un rudo proletario, como en la trilogía que protagonizó para Stéphane Brizé, esta vez viudo y con dos hijos a su cargo, que descubre que uno de ellos, interpretado por Benjamin Voisin, ha sido captado por un grupo de extrema derecha. Un tema muy a la orden del día.
Últimamente ha hecho mucho drama social, ¿se siente políticamente comprometido?
Siempre me hacen la misma pregunta. Es un poco como si le preguntase a Denzel Washington: ¿por qué hace tantos justicieros? Yo no escojo las películas, leo los guiones que me envían, y también he hecho cosas como Titane o El segundo acto. Tampoco sé muy bien qué es una película socialmente comprometida. Todas las películas son sociales, porque todo es política.
¿Qué le atrajo de ‘Jugar con fuego’?
Que contase dos historias al mismo tiempo. Por un lado el drama familiar de un padre que no sabe cómo conectar con su hijo, y que ve cómo se le escapa, y por el otro el drama político, la radicalización de un joven captado por un grupo de extrema derecha. Todo esto presidido por la ausencia de la madre, fallecida tiempo atrás, a la que tanto el padre, como sus dos hijos adoraban. Los tres viven el duelo de manera muy distinta. Uno estudia para entrar en la Sorbona, y el otro se radicaliza a la derecha, ¿por qué? Los dos han recibido la misma educación, pero el mayor no tiene trabajo, como ocurre en muchas partes. El capitalismo y la mundialización tendrán sus cosas buenas, pero también han sido devastadores. Si no tienen ambiciones y un carácter forjado en hierro, los jóvenes parados de 25 años acaban deambulando y son presa fácil para bandas y clanes. Son sensibles a quienes se interesan por ellos, y se dejan arrastrar sin necesidad de creer en la ideología. Siempre es la misma historia.
¿Cree que la ideología no es lo que les atrae?
Eso viene después, cuando ya forman parte del grupo. En este caso es un grupo neonazi, pero podría ser una secta o una banda de traficantes. Es pura desesperación. Cuanto más abandonados se sienten más se agarran a lo que sea, sobre todo si se han desconectado de su entorno.
¿Qué hacer para no desconectarse de los hijos?
Es la pregunta que plantea la película, y no tiene fácil solución, porque no puedes decidir con quién pasan el tiempo libre. No puedes luchar contra las redes sociales. No puedes luchar contra Tik Tok. No puedes luchar contra todo lo que les rodea, y a su alrededor giran un montón de ideas listas para ser digeridas.
Entonces, ¿no hay nada que un padre pueda hacer en esa situación?
Como padre, puedes intentar hacer valer tu experiencia de la vida pero la definición de juventud es que la experiencia no sirve para nada. Les puedes contar todo lo que quieras, que son Fake News, lo que sea. Hasta que uno no se quema, nunca mejor dicho, no sabe que puede llegar a quemarse.
Todos somos responsables: los padres e hijos que no hablan, los periodistas que solo buscan clics... decimos 'no pasa nada' pero sí pasa, es un fenómeno mundial”
También hay padres que no escuchan a sus hijos...
Yo creo que es 50/50. Por un lado, los padres somos poco receptivos, y por el otro tampoco es que ellos hagan muchas preguntas. Al final todo el mundo es responsable. Como, por ejemplo, los periodistas que se decantan por un determinado titular por los clics, sabiendo que no refleja la esencia de la entrevista, y que la está falseando. Todos hacemos ese tipo de cosas, y nos decimos que “no pasa nada, porque sólo soy yo”. Pero es que todos los seres humanos andan por ahí pensando “no pasa nada, sólo soy yo”. Es un fenómeno mundial. Todo el mundo ha olvidado que hay unas reglas: educación, respeto, empatía, escuchar a los demás. Se han perdido muchas cosas, pero no he tirado la toalla. Creo que, en algún momento, nos vamos a tener que reiniciar, como los ordenadores.
¿Cree que el cine puede ayudar a reiniciarnos?
Mire usted, si gracias a esta película un padre o una madre intenta hablar con su hijo, mantener una conversación. Sólo una en todo la Tierra, para mí ya habrá merecido la pena. Claro que es mejor que sean dos, tres, un millón, dos millones. Pero, para mí, con una sola ya bastaría.
Una imagen de la película
¿Mantuvo usted alguna conversación similar con sus padres?
Mis padres han sido muy inflexibles en lo referente a la educación. No se puede elevar el tono de voz. Se dice hola y adiós, gracias, por favor, disculpa, lo siento. También han querido siempre ayudar a los demás. Mi padre solía decirme: “Si no puedes hacer nada que pueda cambiar la vida de un ser humano tu paso por la tierra carece de interés”. Si alguien hace una película, pinta un cuadro o escribe una novela, es para poder cambiarle la vida a otra persona.
¿Ha tenido ese tipo de conversaciones con sus hijos, como Suzanne, que ha seguido muy bien sus pasos?
¡Ni la nombre! Nunca hablo de mis hijos. El problema en una familia donde hay varias personas que se dedican a lo mismo es que hay que hacerse un nombre propio, más allá del apellido. La vida privada es la vida privada, y en el cine, ella tiene su propia vida aunque tengamos el mismo apellido. Y no queremos hablar el uno del otro en las entrevistas. Es una regla que no voy a romper jamás.

