El 20 de septiembre de 1918 se denunció el robo de una colección de joyas y objetos preciosos de las vitrinas del Museo del Prado. Las 46 piezas pertenecían al tesoro del delfín de Francia que Felipe V se trajo a España al hacerse con la corona en el siglo XVIII.
Las investigaciones policiales concluyeron que el ladrón, un antiguo celador, se coló por una ventana mediante una escalera que había junto a una de las fachadas del magno edificio porque se estaban llevando a cabo unos trabajos de mantenimiento. A diferencia del caso del Louvre, la escalera no era telescópica ni mecánica.
Los efectos sustraídos componían y componen todavía hoy en día –no se robó todo el tesoro y algunas piezas fueron más tarde recuperadas, otras no– la colección de artes decorativas más importante del museo. La lista era larga: jarras, platos, arquetas o bandejas, todas cuidadosamente talladas en cristal de roca o en ágatas, el lapislázuli, jaspe o jade, guarnecidas en oro o plata y decoradas con gemas preciosas (rubíes, diamantes, esmeraldas) o semipreciosas (turquesas, amatistas…).
Al igual que el caso del robo en París, el ladrón o ladrones se llevaron las piezas del interior de vitrinas blindadas. Sin embargo, en 1918 no se usaron sierras ni se rompieron los receptáculos: los asaltantes no dañaron ni forzaron las cerraduras. Tenían copia de las llaves.
Los ladrones del Prado, aunque no perdieron pieza alguna durante su huida, no solo se llevaron objetos decorativos completos, sino que arrancaron, en muchos casos de forma burda, adornos de estos artículos como encastes de oro o incrustaciones de piedras preciosas. Dejaron numerosos artículos groseramente mutilados, algunos de los cuales pueden verse hoy en día todavía con esas mellas.
El robo en el Prado también supuso un duro golpe para la credibilidad del país como lo ha sido la sustracción de las joyas del museo parisino para Francia. Por ese motivo, las autoridades de la época recurrieron al comisario Ramón Fernández Luna para que se hiciera cargo de las investigaciones. Era un policía que ya había logrado resolver casos muy complicados y fue de los primeros en incorporar técnicas muy avanzadas para la época, como la recogida de huellas dactilares. Su osadía investigadora le mereció entonces el popular sobrenombre del Sherlock Holmes español .
El primer chivatazo para la localización de los responsables del robo llegó de un anticuario galerista de dudosa reputación de Madrid al que le habían hecho llegar alguna pieza robada del tesoro del delfín. Dio finalmente el nombre del portador: Rafael Coba, un exvigilante del museo despedido varios meses antes del robo y amigo del juego y el despilfarro.
En el registro de la habitación que ocupaba en una pensión de la capital, se localizaron algunos objetos del tesoro. Meses después se logró su arresto en Huelva. De las 46 piezas robadas se recuperaron finalmente 35.


