Tenía tres recuerdos del poeta Pere Rovira: a) en otra vida le oí recitar y pensé que tenía un tono de voz radiofónico y enfático, b) una novia me contó que le conocía y que era “guapetón” (deduje que se habían tirado mutuamente los tejos) y c) un amigo poeta me habló mal de él, de esa manera que tienen los poetas de hablar mal, que nunca sabes si es un mal basado en hechos reales, una reacción de rencor o de envidia o una incompatibilidad de tribu, capillita o trinchera.
 
            El poeta Pere Rovira
Pasaron los años y esa información se mantuvo con algunas incursiones lectoras, demasiado fugaces para convertirme en adepto a los poemarios, traducciones y ensayos de Rovira. El otro día, surfeando por las mesas de novedades de una librería, me tropecé con el libro Vida i miratges , el dietario del año 2022 que Pere Rovira ha publicado en la editorial Proa. Miré la fotografía del autor y pensé que, para haber nacido en 1947, todavía se le ve guapetón, y que un dietario reciente podía ser una lectura interesante.
Rovira es partidario de escribir sobre cosas que pueden parecer intrascendentes
Lo es. Y tiene la gracia de los dietarios: que si no estás de acuerdo con las anotaciones del autor, no te sientes ni decepcionado ni engañado. Al contrario: si está bien escrito, sigues leyendo con esa mezcla de curiosidad e incertidumbre, dispuesto a dejarte sorprender por observaciones domésticas y reflexiones sobre la vida, el amor, la vejez, el oficio, la salud, los nietos, la política, la amistad (con Joan Margarit, Miguel Ríos, Almudena Grandes), los hijos, la memoria, el sexo, la lengua, los calamares o la relación entre los estados de ánimo y los cambios del paisaje. Hace cinco años Rovira escribía: “En los dietarios hay que sacarle jugo a cosas aparentemente intranscendentes: eso quizá es más difícil que estar siempre en la posición del pensador de Rodin y con la mente ocupada por grandes temas. La literatura no se hace solo con cosas importantes, sino dando importancia, prestando atención, a cosas que puede parecer que no la tienen”.
Es una declaración de principios que se adapta como un guante a lo que a él le apetece escribir. Y eso incluye dejar constancia de sus lecturas, que le sugieren comentarios que, a la manera de los perros –que para ir del punto A hasta el punto B siempre eligen la distancia más larga–, reivindican la divagación como legítimo pretexto literario. Y, como pasa en los mejores dietarios, el lector malévolo disfrutará de una de las variantes más estimulantes del género: cuando el dietarista ajusta cuentas y, sin morderse la pluma, reparte collejas y caricias y se va soltando a remolque de lo que, sin necesidad de argumentar demasiado y arrastrado por los placeres de la arbitrariedad, acaba constituyendo un inventario de filias y fobias. Y sí, lo admito (me pasó leyendo los dietarios de Rafael Chirbes): me gusta más cuando el dietarista se recrea en las fobias que en las filias.
 
            