Cuando fichó por el Real Madrid y le preguntaron cómo jugaría su equipo, Xabi Alonso respondió que no era partidario de modelos estáticos y que aspiraba a transmitir emoción, energía, ambición y conexión con la gente. Es una respuesta ambigua e inteligente, dos características que ya lo definían como jugador y que lo mantienen vivo en el banquillo a la espera de satisfacer las expectativas generadas por su fichaje. Cuando jugaba contra el Barça, esta ambigüedad inteligente también se manifestaba. De entrada no parecía el típico jugador odioso y provocador del Madrid y hasta tenía buena prensa. En la práctica, sobre todo en la época Mourinho, era un especialista en sabotear el juego con un criterio táctico que demasiadas veces degeneraba en la dureza de los auténticos leñeros.
Alonso mantiene su buena prensa. De Liverpool a Leverkusen, ha acumulado una experiencia avalada por sus maestros: Toshack, Benítez, Pellegrini, Ancelotti, Mourinho y Guardiola, por sus primeros éxitos como entrenador y por un currículum intimidador que incluye Ligas, Champions y Mundiales. En la sala de prensa y el banquillo, se expresa con una buena educación que se agradece y, hasta ahora, ha rehuido la estridencia y ha mantenido una cara de póquer indescifrable. Haber viajado le ayuda a relativizar el entorno. En Leverkusen era –y es– un ídolo y de Liverpool conserva un recuerdo inimaginable en Madrid: “En Anfield el apoyo y el respeto son incondicionales”.
Xabi Alonso y Hansi Flick comparten, cada uno a su manera, un éxito envidiable como guaperas
Si Alonso es un hijo de la Liga española que ha sufrido un proceso de germanización, Hansi Flick es un alemán que se está barcelonizando a paso ligero. Él mismo admite que vive una historia de amor que le lleva a reaccionar con una vehemencia no apta para sus nietos y que hoy le impedirá estar en el banquillo. Su primer año en Barcelona fue memorable. Al éxito contribuyeron su talante educado pero riguroso, el acierto de protegerse tras un inglés de turista y una capacidad de adaptación a la cultura del club correspondida por los jugadores, la afición y los resultados. Quizá porque vivía cerca de donde vive Xavi Hernández, ambos supieron escenificar el trasvase de banquillo con generosidad, saltándose los fosos del entorno, el veneno mediático y las comparaciones odiosas.
Los expats de su barrio, que han tenido la oportunidad de hablar con él, comentan que está encantado, pero que a veces le sorprenden las singularidades de la Liga de Tebas y del alma culé. A distancia, alimenta la leyenda según la cual pasea el perro cuando aún no ha salido el sol y que aprovecha esos momentos para ordenar sus ideas. Unas ideas que han tenido el acierto de relativizar el supremacismo táctico del ADN y que ha simplificado el libro de estilo a cambio de aportar criterio básico de esfuerzo y un respeto casi paternal –que no paternalista– por los jugadores.
En este proceso de conversión germánica a la causa mediterránea, su rictus se ha endurecido, sobre todo al tener que asimilar los códigos de unas nuevas generaciones poco dispuestas a heredar la meritocracia convencional. Ahora, cuando pasea por el barrio, anda más deprisa, consciente de que lo observan, no se sabe si para felicitarle o para criticarle por las butifarras. Flick y Alonso también comparten, cada uno a su manera, un éxito envidiable como guaperas. Flick capitaliza sus ojos claros y una sonrisa a lo Paul Newman y Alonso la elegancia, más gélida y posmoderna, de un modelo de Hugo Boss. Hoy sus equipos se encontrarán en el Santiago Bernabéu, un estadio que antes provocaba pánico escénico pero que, en la era Flick (que rima con Montjuïc), es el escenario preferido de un Barça errante, impaciente por volver a la casa del padre con una victoria.



