A los 19 años, Manuel Humbert (Barcelona, 1890-1975) se sintió privilegiado por partida doble: tuvo la oportunidad de ojear muchas obras de Cézanne que el marchante de arte Ambroise Vollard conservaba en su taller de París, y lo hizo con los comentarios de su amigo Picasso. Era 1909 y Humbert quería dejar de ser un adolescente con un talento innato por el dibujo, para pasar a ser un joven con aspiraciones pictóricas que iban mucho más allá del humorismo gráfico que desarrollaba en la revista satírica Papitu , donde colaboraba desde hacía meses. Ese episodio le marcó.
Humbert forma parte de toda una retahíla de pintores catalanes noucentistas excelsos del siglo XX a quien la historia ha obligado a permanecer bajo la sombra de tres grandes monstruos de la pintura: Dalí, Picasso y Miró. El barcelonés no ha sido ajeno a la tendencia contemporánea al olvido de las grandes instituciones catalanas. Para poner otro ejemplo: ha sido la iniciativa privada la que ha permitido que se rindiera homenaje a Antoni Clavé (Barcelona, 1913-Saint-Tropez, 2005) en el vigésimo aniversario de su muerte.
Retrato de Modigliani a Manuel Humbert.
A Humbert se le ha homenajeado 50 años después de su muerte. Hasta hace pocos días, primero el Museo de Valls y después el Museo Abelló, en Mollet del Vallès, han alojado unas noventa de sus obras, en una exposición comisariada por el economista y doctor en Humanidades Lluís Boada, que ha publicado el libro Manuel Humbert. L’àngel del noucentisme . “Fue un noucentista heterodoxo: menos monumental, pero más humano y afectivo”, señala.
El pintor catalán fue reconocido sobre todo en vida. En 1934 ganó el premio Nonell de pintura con un desnudo femenino, Descans . Un galardón creado por la Generalitat que Boada se apresura a señalar como, de facto, un premio nacional. Que hubieran quedado finalistas pintores como Joaquim Sunyer, Eliseu Meifren, Francesc de Asís Galí y Feliu Elias le da áun más valor A partir de aquí, su proyección creció, hasta el punto que fue un pintor que, a diferencia de tantos artistas caídos en desgracia, pudo vivir de la pintura.
Retratos de mujeres, bodegones, multitud de paisajes ,escenea del día a día... todo lo cotidiano le mereció respeto.
Visitó varias veces París. Allí conoció a Amedeo Modigliani. Forjaron una gran amistad que quedó reflejado en cuadros en los que el catalán hizo figurar al italiano (en Le Lapin Agile o Modigiliani pintando ). Pero también en dos retratos que Modigliani hizo de Humbert en torno al 1917. Uno está en el Victoria Museum de Melbourne, y el otro fue durante un tiempo propiedad de la familia del director de cine William Wyler ( Ben-hur ), que lo había comprado.
Humbert se estableció finalmente en Montparnasse desde poco después de la Primera Guerra Mundial hasta 1927, cuando volvió a Barcelona y se incorporó como pintor en la Sala Parés. Durante aquellos años bélicos, Humbert utilizó una paleta de colores oscuros (una etapa por la que muchos años atrás también pasó Cézanne).
Pero antes de residir en París, en 1918 ya hizo una exposición individual donde destacaba la presencia de colores más vivos. Y poco a poco, sin abandonar la pintura figurativa, a lo largo de sus años, se fue empapando de todos los movimientos de la época, como el cubismo o el fauvismo, “pero todo con su personalidad y llevándolo a su terreno”, explica Boada.
'Sònia', de Manuel Humbert.
Pintaba a todos sus personajes “por humildes y marginales que fueran, tratándolas con una gran dignidad,” destaca Boada
Años después llegaría la Guerra Civil. Humbert se marchó para volver a Catalunya una vez acabada la contienda. Mantuvo hasta su muerte un estilo con el que procuró, como dijo su amigo Manuel Hugué, “rescatar el lado maravilloso de la realidad”, mientras que muchos de sus contemporáneos reaccionaban profundizando en el dramatismo del expresionismo. Al mismo tiempo, pintaba a todos sus personajes “por humildes y marginales que fueran, tratándolas con una gran dignidad,” destaca Boada. Retratos de mujeres, bodegones, multitud de paisajes, escenas del día a día... todo lo cotidiano le mereció respeto.
Porque en la obra de Humbert, late no solo una mirada pictórica, sino ética: la de creer que la belleza cotidiana también merece memoria. Como la que se ha ganado Humbert.
