¿Cómo imaginamos la calle ideal de nuestra ciudad? Esta pregunta podrían formularla en un centro de arte para estimular al público a expresar sus ideas y sugerencias sobre diversos aspectos de la contemporaneidad. Me atrevo a imaginar que, en muchas de las respuestas, aparecerían las tiendas, al menos las de barrio, como elementos imprescindibles en el paisaje urbano.
También en los musicales, óperas y zarzuelas –fuentes muy pertinentes a las que acudir en busca de tipismo– es habitual encontrar tiendas de todo tipo como escenario, desde mercadillos navideños a floristerías. Esto refleja, una vez más, la importancia del comercio en el paisaje de la ciudad. Es cierto que las tiendas no cuentan con el halo romántico que rodea a los cafés y pubs históricos, tan celebrados por haber acogido a intelectuales y artistas, por su mezcla social y por haber facilitado –y seguir haciéndolo– el encuentro fortuito de personas en tiempos en los que deslizar por una pantalla diminuta el dedo índice no era crucial para decidir si alguien nos resultaba atractivo.

De compras en una calle comercial de Barcelona
Aun así, no creo que sea equivocado situar a las tiendas a la misma altura: también ellas son parte esencial del tejido social y cultural que define el carácter de nuestras ciudades. Además, los comercios son pequeños hitos estéticos urbanos en los que no solo entramos en contacto con vendedores expertos en la mercancía que ofrecen, sino que también aprendemos a vincularnos con los objetos y las prendas que nos acompañarán a lo largo de nuestra vida y que, con suerte, nos sobrevivirán.
La palabra consumo no debería generar en nosotros malas vibraciones, como sí lo hace su casi sinónima consumismo, cuyo sufijo la convierte en un vocablo donde habita el vicio y no rige la contención. Compramos porque tenemos necesidades o deseos y ahí están las tiendas, ya sea para adelantarse a ellos o para generarnos otros nuevos. Compramos porque pertenecemos al mundo de los vivos, y este hábito no lo hemos inventado ayer por la tarde: nos basta con detenernos en nombres de calles como Bordadores, Latoneros, Flassaders o Brocanters, que nos ponen en contacto directo con los antiguos gremios profesionales, distribuidos a lo largo del actual centro histórico de muchas ciudades europeas.
⁄ Las tiendas son pequeños hitos estéticos urbanos, parte esencial del tejido social y cultural que define el carácter de la ciudad
La figura que ha dignificado los comercios como objeto de estudio y análisis ha sido sin duda Walter Benjamin. En su libro París, capital del XIX, el pensador alemán sugiere que la mayoría de ellas aparecen justo después de 1822, gracias al desarrollo del comercio textil. Los comerciantes de telas instalaban su almacén en el mismo local que la tienda, algo que atraía a aquellos visitantes con curiosidad por ver y tocar el género. Una guía de París que Benjamin cita, explica así los pasajes, otro de los temas fetiche del escritor: “Una nueva invención del lujo industrial, son corredores cubiertos por un techo de cristal y revestidos de mármol entre la masa de los edificios. (…) A ambos lados de estos corredores, que reciben la luz desde arriba, se suceden las tiendas más elegantes, de modo que estos pasajes se convierten en una ciudad, en un mundo en miniatura”.
Otro escritor sensible hacia lo moderno que reparó con fascinación en estos mundos en miniatura y en el modo en el que interactuaban con su clientela potencial fue Fernando Pessoa, travestido de Álvaro de Campos en estos versos eufóricos de su Oda triunfal de 1915, que celebran el advenimiento de los grandes almacenes y funcionan como exaltado homenaje a la modernidad: “¡Oh telas de los escaparates! ¡Oh maniquíes! ¡Oh último figurín! / ¡Oh artículos inútiles que todos tienen el deseo de comprar! / ¡Hola, grandes almacenes con secciones variadas! / ¡Hola, anuncios luminosos que vienen y están y desaparecen! / ¡Hola a todo aquello con lo que hoy se construye, con lo que hoy se es diferente de ayer!”

Compras en Barcelona
Es totalmente comprensible esta borrachera de alegría ante luces, rótulos y escaparates, que no son sino la antesala de lo que vendrá inmediatamente después al franquear el portón del gran almacén: un paseo lúdico por su interior, un edificio lleno de todo tipo de objetos que, para colmo, se pueden tocar, abrir y, si nos encontramos en la sección de muebles, hasta nos invitan a sentarnos o tumbarnos en ellos. Vistos así, los grandes almacenes son espacios de alta libertad que podemos recorrer sin ser molestados y donde nadie nos mirará mal si toqueteamos todo lo que ofrecen o incluso experimentamos el placer de darle al botón y así ver y escuchar cómo aporrea los platillos un chimpancé de juguete. ¿En qué museo del mundo es esto posible? Solo en los educativos, donde nos dejan resobar por un rato un fósil de resina o una piedra Rosetta de pega.
Y es que algunas tiendas han sido creadas, además de para comerciar con objetos, para recreo de su distinguida clientela. Eso nos cuentan en el documental Elio Fiorucci: Free Spirit (2017), un biopic del diseñador italiano, creador de la marca de ropa y complementos que lleva su apellido. La primera tienda Fiorucci de Milán se inauguró en 1967 en la Galleria Passarella. Diseñada por la escultora Amalia Dal Ponte, este local de mil metros cuadrados se convirtió en un concepto innovador, pues era una caja blanca enorme en la que, cada cierto tiempo se cambiaban las luces y se transformaba el espacio. Además de contar con una hamburguesería en su interior, en el centro del establecimiento habían instalado una fuente. En la tienda de la Galleria Passarella también vendían discos: era más parecida a un bazar de Oriente Medio que a una casa de modas italiana. Algún extrabajador de la empresa entrevistado en el documental comenta: “Queríamos un lugar donde la gente fuese a divertirse”. Además, Fiorucci fue la primera marca que introdujo música en una tienda, algo que en su día supuso una gran innovación, si bien ahora forma parte del paisaje sonoro de cualquier comercio y ni siquiera reparamos en ella.
⁄ La palabra ‘consumo’ no debería generar malas vibraciones, como sí lo hace ‘consumismo’, cuyo sufijo la convierte en vocablo donde habita el vicio
Otro aspecto de lo atractivo de salir de compras radica en lo mucho que este acto nos acerca a la idea de abundancia. El Tío Gilito bañándose en monedas y billetes es una clara representación caricaturizada de esta pulsión, pero también lo es la larga escena del banquete cornucópico que ofrece dentro de la novela El Satiricón de Petronio (siglo I d.C.) el personaje de Trimalción, que probablemente sea el primer nuevo rico de la historia de la literatura.
Esta fascinación por lo desbordante sigue actuando en nosotros con fuerza. Si es posible, preferimos que la abundancia se encuentre ordenada, pues algo de índole gestáltica opera en el placer que proporciona ver un inventario bien clasificado o una hilera de camisas colocadas en su particular orden alfabético: por gamas de colores. De algún modo, el orden impone sobre el exceso un cierto control visual y mental que convierte el caos potencial de la abundancia en una experiencia estética. Es esa misma lógica la que hace irresistibles los expositores de papelerías, las paredes cubiertas de herramientas en las ferreterías o la sección de conservas en los colmados, donde cada envase parece ocupar el lugar que le corresponde en este microcosmos de lo disponible.

Compras en Barcelona
La novedad nos llama y nos seguirá llamando mientras mantengamos encendida la llamita del deseo de seguir vivos. Por eso Ramón Gómez de la Serna, escritor fascinado por la sociedad de consumo de su época y aficionado a hurgar entre cacharros y baratijas en mercadillos, llega a lamentarse ante lo que no podrá ver: su horror vacui es incontenible y en estas líneas nos lo hace ver, sabiendo que le será imposible recopilar con exhaustividad todo lo que ve en ese vertedero de las compras que es el Rastro madrileño: “¿Qué nuevas cosas llegarán al Rastro mañana, qué nuevas cosas que no podré ni mentar siquiera, qué cosas que mereciendo una apología y una interpretación fervorosa no podrán ser exaltadas ya en el libro, que se engallará como completo no siéndolo? Un secreto malestar acoge en nosotros esta cuestión.”
Imaginar situaciones comerciales extremas me lleva a pensar en un futuro en el que las calles ya no tengan comercios. Como ya ocurrió hace décadas en Norteamérica, acabaremos abandonando las zonas más céntricas para marcharnos a esas periferias asépticas, todas ellas dotadas de su correspondiente centro comercial –para entonces lo llamaremos mall con naturalidad–, que ha cobrado tanto protagonismo como el que tenían antes las parroquias de los barrios. Suena a apocalipsis, aunque como distopía, creo que resulta muy atrasada, pues son ya moneda corriente los ensayos y artículos que recalcan la decadencia de los malls, principalmente en su país de nacimiento, Estados Unidos.
⁄ El primer centro comercial de EE.UU. abrió en 1956 en Minnesota, obra de un arquitecto vienés que emigró a América huyendo de los nazis
El que se considera el primer centro comercial del país norteamericano abrió en 1956, en una localidad periférica de Minnesota llamada Edina. Se llamaba Southdale y fue obra de un arquitecto vienés llamado Viktor Gruen, que emigró a Estados Unidos huyendo de los nazis. Gruen era un ideólogo de los centros comerciales: en ellos veía una manera de crear cierta felicidad en esos espacios desangelados del extrarradio de cualquier ciudad estadounidense. En vez de un no lugar, lo que Gruen planeaba crear en cada uno de sus centros comerciales era un sí lugar en el que los paseantes se sintiesen tan bien como cuando iban de vacaciones a Europa y paseaban por los centros históricos de Viena –su adorada ciudad natal–, París o Amsterdam. Hoy Gruen vería en los malls abandonados el fracaso de un concepto que perdió la dimensión cívica y cultural que él había imaginado: al ser un visionario, quizá el vienés se enfrentaría al desafío de devolverles su función original como lugares de encuentro urbano, más allá de lo puramente comercial.
La tienda de barrio es la reina de nuestros corazones. Hay unanimidad respecto a su función positiva en la sociedad. Ya sea Medias Jaime, Confecciones Marisa o Ferretería Puig, en todas ellas te ayudan a decantarte por un producto ya desde la vitrina. Las suelen regentar personas que llevan más de media vida dando información a través de los rótulos que colocan en el escaparate, y también de viva voz a aquellos que entren en su pequeña Curiosity Shop monotemática. Pronto tendremos que cantar los responsorios por la muerte del rótulo parlante manuscrito con rotulador grueso.
El comercio de barrio es analógico en mayúsculas. Pretender seguir manteniéndolas no es un mero deseo nostálgico: es tener visión de futuro, entender que la transacción es una vía de aprendizaje constante, que es saludable y necesaria para no envejecer mal. En esa brevísima obra teatral costumbrista que tiene lugar cada vez que nos despachan en una tienda está la esencia de nuestras ciudades tal como las hemos conocido.

Rebajas en Madrid
Pensar y, por tanto, escribir acerca de ir de compras es en cierto modo homenajear a esa gente que decidió abrir una tienda, le inventó un nombre, buscó y reformó un local donde albergarla y esperó cada día a que alguien –cuanta más gente, mejor– entrase y comprase algo. ¿No nos resulta temerario, e incluso absurdo, como oficio? Pues hasta hace no tanto era una práctica de lo más habitual, y la escogían muchos, por inercia o vocación, pero, como era de esperar, sus hijos ya no quieren heredar un negocio que exige un gran sacrificio sin la promesa clara de un futuro.
Otra pregunta pertinente que todavía no podemos responder a ciencia cierta es la relativa a las compras en el futuro: ¿seguirán la línea actual de comercio electrónico o volveremos a hacer colas ante las tiendas el día que comienzan las rebajas? Si el mito del eterno retorno es cierto, todo regresará, aunque sea en un formato disneyficado, como el de esos mercados medievales efímeros que se montan y desmontan en diversas ciudades durante las fiestas patronales, o ese viejo Toledo imaginario recreado en el Parque temático Puy du Fou, en el que conviven maestros forjadores de espadas, calígrafos y cesteros haciéndonos viajar a un pasado comercial en el que tendríamos que pagar en maravedíes o doblones y no con nuestras sobreutilizadas tarjetas de crédito.
Mientras tanto, surgen extrañas criaturas en el paisaje comercial de nuestras ciudades: son las tiendas de productos devueltos por los clientes de Amazon, Temu, Shein y otros mastodontes del comercio electrónico. Allí se encuentra un batallón de paquetes silenciosos que los empleados nos permiten palpar y calibrar para que elijamos a ciegas cuáles queremos llevarnos a casa por un precio relativamente módico. Estas tiendas de paquetes sorpresa nos ofrecen, en su existencia perversa, recuperar el vértigo del azar en un mundo de mediciones hipercalculadas donde todo está ya más que pronosticado.
Mercedes Cebrián es escritora y traductora; recientemente ha publicado el libro Estimada clientela. Una celebración del arte de ir de compras (Siruela)

Escaparate en Vinçon
Vinçon era un parque de atracciones
Cuando cerró Vinçon, Barcelona perdió algunas de las más valiosas piezas de su dentadura comercial. La tienda estaba situada tan cerca del edificio La Pedrera que era inevitable entrar en la primera cuando se acudía a venerar el templo arquitectónico de Gaudí. En Vinçon muchos descubrimos de qué hablamos cuando mencionamos el término diseño y entendimos lo que representa en nuestro día a día este vocablo. Vinçon nos educó en la forma y la función, en la comprensión de que una tostadora podía sonreír y un sacacorchos subir los bracitos con júbilo a medida que cumple su cometido. Entrar en Vinçon era una verdadera lección de diseño industrial y gráfico.
Era también un viaje, una visita a un país extranjero genérico en el que se hallaba todo lo más avanzado que el mundo había producido para hacernos la vida más fácil y amena. Tenían las cosas que había que tener en ese momento: allí descubrimos, sin ir más lejos, la existencia del wok para hacer salteados, con esas paredes altas que convertían las verduras en virtuosas del skateboard.
Y como sus artífices saben que Vinçon dejó una huella bien marcada en nuestra cotidianidad tras sus setenta y cuatro años de presencia en esta península, ponen a nuestra disposición su archivo en línea con abundante información sobre sus elementos identitarios –escaparates, bolsas, tiendas–, que nos sumergen de nuevo, al menos visualmente, en su universo. Un archivo es un lugar al que acudir a buscar nuestro pasado: en Vinçon son conscientes de ello y por eso nos ofrecen ese álbum de fotos familiar a todo color.

Botones en la mercería Santa Ana de Barcelona en el 2014
Las tiendas enciclopédicas
Abarcar el conocimiento y ponerlo por escrito fue la noble misión de los enciclopedistas del siglo XVIII. Con Diderot al frente, incluyeron en sus volúmenes animales, zapatos, herramientas y cualquier elemento que se les puso a tiro. Era el tiempo de las clasificaciones y de las listas. El botánico Linneo pronto se les sumaría, con su afán de renombrar en latín cualquier hierbita ignota. Diderot y Linneo serían hoy excelentes ferreteros o merceros, pues solamente las ferreterías y las mercerías conservan ese espíritu de la Ilustración al estar, ante todo, impecablemente clasificadas. Para evitar una búsqueda interminable, los tornillos de cabeza cilíndrica no se guardan junto a los de cabeza fresada, ni las agujas de bordar en la misma caja que las de zurcir.
El arte de mantener las cosas en orden podría incluirse entre las bellas artes, o considerarse un tipo de terapia para el espíritu, pues contemplar una serie de objetos minuciosamente catalogados es un placer sanador que roza la parafilia. En eso, las mercerías y las ferreterías son el refugio enciclopédico de lo minúsculo, de esa tuerca concreta, de ese botón hermano del que perdimos tontamente en el metro. Los dependientes de ambos tipos de tienda –curiosamente varones en un gran porcentaje– suelen aderezar sus ventas con anécdotas sobre cómo se usaba eso “en tiempos de mi madre”. Allí todavía se puede entrar a preguntar por un objeto del tamaño de un pistacho y salir con él envuelto en papel kraft.