Cualquier obra donde aparezca Josep Maria Pou constituye reclamo suficiente para que uno acuda al teatro. El actor de Mollet del Vallès ha conseguido desplegar un aura carismática solo al alcance de los muy grandes. Pou lo es en talento dramático y en estructura física. Por eso el papel del altísimo Roald Dahl, que encarna en la obra de Mark Rosenblatt Gegant, visible en el teatro Romea hasta el 3 de agosto, se ajusta a su figura como un traje bien hecho.
Dahl (1916-1990) fue un autor superventas, especialmente con sus libros infantiles, que siguen muy vivos, como demuestra el duradero éxito y las continuas adaptaciones de Matilda o Charlie y la fábrica de chocolate. También escribió, con menos repercusión, obras para adultos, como las Historias de lo inesperado (Anagrama), que quizás por contraposición no resultan demasiado aptas para menores.
⁄ La obra debate sobre la libertad de expresión y la posición internacional frente a Israel
Rosenblatt, en la primera obra que estrena, recrea un supuesto episodio de su vida. En verano de 1983 Dahl ha escrito una reseña literaria con comentarios muy duros sobre la intervención de Israel en Líbano. Se halla en el campo con su actual mujer, Lizzy –fue su amante más de diez años mientras estaba casado con la actriz Patricia Neal–, y con su editor británico Tom Maschler. Y recibe la visita de una estadounidense, Jessie Stone, enviada por sus editores de EE.UU. para convencerle de que rectifique la posición expresada en el artículo, dado que los libreros americanos están a punto de cancelarle por antisemita.
El texto que dirige Josep Maria Mestres es interesantísimo, ya que trae al presente cuestiones relevantes y actuales relacionadas con la libertad de expresión y la posición internacional frente al abuso de fuerza por parte de Israel. El Dahl de Gegant se muestra firme frente a ese abuso, con expresiones que bien podrían aplicarse hoy a las matanzas y horrores de Gaza. Pero va un paso más allá, y acaba mostrando un giro ya no antiisraelí sino efectivamente antisemita, cuando acusa de forma genérica de cobardía a los judíos por su propia experiencia con oficiales hebreos en la Segunda Guerra Mundial.
La función es un tour de force actoral.
El siempre eficaz Pep Planas, a quien vimos hace poco incorporando a Rousseau junto a Flotats/Voltaire en La disputa, es Maschler. Aparece como bastante pusilánime, un golden boy más preocupado por irse a jugar a tenis con Ian McEwan que por el debate que allí se dirime. Siempre complaciente y dispuesto a dar la razón a su autor, pese a que por su propio origen judío no le son agradables las comparaciones de la actuación israelí con la de los nazis.
Jessie Stone tiene más brío: ha sido enviada para sosegar al británico, pero tras soportarle un festival de humillaciones, acaba plantando cara y, también como judía, matizarle que una cosa es la pertenencia al colectivo étnico-religioso y otra el soporte al Estado en guerra, matiz que su interlocutor desprecia.

Tom Maschler (izquierda) con Roald Dahl y su esposa Lizy
En Gegant, Dahl se refiere un par de veces a los editores como “lameculos”, pero Stone es un personaje imaginario, mientras que Maschler fue real. Según explicó Josep Maria Pou a Magí Camps en este diario, Rosenblatt, también judío, inventó esa reunión, que no aparece ni en las memorias de Maschler ni en Hothouse, de Boris Kachka, la entretenida historia de la casa Farrar, Straus y Giroux, que publicaba a Dahl en EE.UU.
En realidad Maschler (1933-2020), de fuerte personalidad, fue uno de los grandes editores británicos de la segunda mitad del siglo XX. Creador del premio Booker, apostó por los “jóvenes airados” del teatro, publicó a John Lennon y a Chatwin, Amis, Barnes, Rushdie o Lessing.
En su autobiografía Editor (Trama) dedicó un capítulo a Roald Dahl. De Maschler fue la idea de asignarle como ilustrador a Quentin Blake, determinante en su éxito. Reconoce que pasó a formar parte de su “extensa familia”, y que le encantaba ir a Gipsy House, en Great Missenden, donde transcurre la obra. Jugaban juntos al billar y bebían una o dos botellas de su excelente bodega (“no es que comprara buen vino, es que era todo un entendido”).
Dahl le respetaba mucho (en cierta ocasión le escribe que “no me hago a la idea de que nadie te mangonee”). Pero el editor reconoce que, aunque destacaba por su generosidad, “podía tener muy mal genio”. Y algo más que mal genio. En la obra del Romea queda clarísimo.