Morirse ya no es lo que era. Desde el positivismo de Comte y el auge del cientificismo, la sociedad occidental entendió el final de la vida como una frontera sin retorno. Tras la proclamada muerte de Dios, se consolidó una idea tajante en un mundo desacralizado: se está vivo o se está muerto, sin matices ni milongas. Hoy, sin embargo, la investigación médica dibuja un escenario radicalmente distinto. Médicos como el doctor Sam Parnia cuestionan esa visión binaria y muestran que la muerte es, en realidad, un proceso que puede retrasarse, revertirse e incluso narrarse con el ritmo de un best seller.
En Muerte lúcida. La nueva ciencia de la vida y la muerte (Kairós, 2025), Parnia replantea lo que ocurre al morir: lejos de ser un instante preciso, la muerte aparece como una frontera permeable, un proceso que puede medirse con electroencefalogramas. “La ciencia nos sugiere que, como mínimo, la conciencia y el yo no son aniquilados cuando atravesamos el umbral de la muerte hacia la gran dimensión desconocida”, sostiene. Además, el investigador ha identificado que, “antes de la muerte, hay un largo periodo de algo parecido a un estado de hibernación”. Menuda bomba para la ortodoxia científica…
‘Fantasmino’ (2017) de Tony Oursler
‘Ghosts. Visualizing the Supernatural’
Todas las imágenes de esta doble página pertenecen a la exposición ‘Fantasmas. Visualizando lo Supernatural’ del Kunstmuseum de Basilea (Suiza), una visión de cómo la cultura y el arte representan a los fantasmas en tanto que “mediadores entre mundos, entre el arriba y el abajo, la vida y la muerte, el horror y el humor, el bien y el mal, lo visible y lo invisible”. (Hasta el 8 de marzo).
Para este especialista en cuidados intensivos, la separación radical entre vida y muerte es ya una idea obsoleta. En un estudio presentado en el 2022, analizó 567 pacientes sometidos a reanimación cardiopulmonar, de los que 85 fueron monitorizados con especial detalle. Uno de cada cinco supervivientes relató lo que Parnia denomina experiencias recordadas de muerte (RED, por sus siglas en inglés): el desfile acelerado de sus vidas en un instante, la sensación de abandonar el cuerpo, un estado de paz absoluta… El investigador también identificó patrones que descartan explicaciones como sueños, alucinaciones, efectos farmacológicos, hipoxia o desinhibición cortical. Las ondas cerebrales registradas –alfa, beta, theta, delta y gamma– corresponden a estados conscientes, lo que aporta una sorprendente coherencia entre los relatos y los datos clínicos, y convierte su estudio en un fenómeno científicamente abordable.
Una nueva narrativa cultural
Más allá de los estudios del doctor Parnia, el concepto de muerte lúcida ha trascendido el ámbito médico para instalarse en la cultura contemporánea y convertirse en un fenómeno editorial en expansión. Los relatos de pacientes que afirman haber presenciado su propia reanimación o haber atravesado un túnel de luz ya no se relegan a las estanterías del esoterismo o lo paranormal: hoy ocupan espacio en las secciones de ciencia, filosofía y psicología, y se han integrado con naturalidad en el debate público.
Al mismo tiempo, el mercado editorial refleja un creciente interés por la persistencia de la conciencia tras la muerte. Los grandes sellos publican ensayos con base científica, mientras que las editoriales independientes apuestan por testimonios íntimos sobre la muerte lúcida y las experiencias cercanas a la muerte (ECM).
‘Where are the dead?’ (2013), de Susan MacWilliam
La unión de datos clínicos y relatos personales ha creado un espacio híbrido donde ciencia y espiritualidad dialogan sin reservas. El fenómeno responde, en parte, a la secularización y a la pérdida del poder explicativo de las religiones, pero también a la necesidad existencial de sentido en un mundo postcapitalista cada vez más despersonalizado. La muerte, antes tabú, se convierte en objeto de estudio, conversación y narración compartida, en reacción al vacío nihilista y al absurdo del consumo.
Durante el siglo XX, la muerte quedó apartada de la vida social. Lo que en otras épocas era un acontecimiento comunitario y ritualizado pasó a convertirse en un proceso hospitalario, silencioso y tecnificado. Hablar de ella se volvió incómodo, cuando no de mal gusto, como un efecto más de la victorianización del cuerpo que, en términos de Foucault, pervive como forma de biopolítica.
Hoy la situación cambia a pasos acelerados. El final de la vida ya no se esconde tras las puertas de un hospital: regresa a la conciencia colectiva y se discute en congresos médicos, tertulias filosóficas y libros sobre muerte lúcida y experiencias cercanas a la muerte, firmados por médicos, neurocirujanos o psicólogos clínicos que se atreven a contar lo que callaban, dándole un nuevo rango de autoridad.
La nueva cosecha de ensayos
La fascinación por lo que ocurre en el umbral de la muerte no es nueva. En 1975, el psiquiatra Raymond Moody publicó Vida después de la vida (Planeta), un hito que recopiló numerosos testimonios de experiencias cercanas a la muerte. Por primera vez, un médico identificaba patrones comunes: sensación de paz, revisión vital, percepción de abandonar el cuerpo, tránsito por un túnel luminoso y encuentros con personas fallecidas.
‘The Haunted Lane’ (ca. 1875), London Stereoscopic and Photographic Company
El libro vendió millones de ejemplares y abrió un campo de investigación en expansión constante. Años después, otros autores ampliaron el marco: Kenneth Ring, con Heading Toward Omega (William Morrow, 1984); Pim van Lommel, con Consciencia más allá de la vida (Atalanta, 2012); o Elisabeth Kübler-Ross, con La muerte: un amanecer ( Luciérnaga, 1993, reeditado en 2024), se convirtieron en referentes sobre el buen morir y la trascendencia de la conciencia. La enfermera británica Penny Sartori, en ECM: Experiencias cercanas a la muerte (Kairós, 2017), aportó una de las perspectivas clínicas más completas, fruto de años de investigación hospitalaria. En el ámbito peninsular, Paloma Cabadas publicó La muerte lúcida (2015), donde formula el concepto como una actitud de aceptación plena y, a la vez, una búsqueda de sentido y trascendencia.
⁄ El relato de la muerte, más allá de lo esotérico, se integra hoy en el debate desde la ciencia, la filosofía o la psicología
La última hornada de títulos ha renovado el debate. El psiquiatra Bruce Greyson narra en Después de la muerte (Vergara, 2021) su viaje personal y su investigación sobre la continuidad de la conciencia. El propio Moody ha regresado con La prueba de la vida después de la vida (Arkano Books, 2024), actualización de décadas de estudio. El psicólogo transpersonal Vicente Merlo propone un mapa del más allá en Eres inmortal (Singlantana, 2024), combinando testimonios de ECM y tradiciones místicas. Stéphane Allix explora los límites del paradigma materialista en La muerte no existe (HarperCollins, 2024), mientras que el doctor Enric Benito ofrece una hermosa guía de acompañamiento en El niño que se enfadó con la muerte (HarperCollins, 2024).
A este coro se suman nuevas voces: el doctor José Morales, con Lo que la muerte me enseñó (Roca Editorial, 2025); Xavier Melo y Luján Comas, con Vida más allá de la vida (Kairós, 2025); y la doctora Cristina Lázaro, con Después de la vida (Roca Editorial, 2025). Todos ellos confirman que la muerte, lejos de ser ya un tabú, se ha convertido en un territorio fértil para la ciencia, la filosofía y la espiritualidad contemporáneas.
‘The Phantom Hunter’ (1888) de William Blair Bruce
Entre las aportaciones más recientes destaca el trabajo del catedrático de Psicología Alexander Batthyány, director del Instituto Viktor Frankl, que ha investigado casos en los que pacientes terminales recuperan una sorprendente claridad cognitiva poco antes de morir. En El umbral. El extraño fenómeno de la lucidez terminal, su relación con las experiencias cercanas a la muerte y el misterio de la conciencia humana (Errata Naturae, 2025), reúne testimonios de familiares y cuidadores que describen cómo algunos moribundos –incluso en fases avanzadas de alzhéimer– logran despedirse con coherencia y serenidad. El fenómeno de la lucidez terminal descrito por Batthyány, aunque distinto de la muerte lúcida o de las ECM, apunta en la misma dirección: la conciencia no se extingue de forma inmediata ni lineal. Al contrario, parece intensificarse en las horas finales, ofreciendo una visión radicalmente anticonvencional de lo que ocurre al morir. El cirujano Moisès Broggi, ya centenario, lo resumía así a la periodista Cristina Hernández en Bailar con los ojos cerrados (Plataforma, 2014): “Yo he visto morir a muchísimas personas, y la mayoría mueren con satisfacción, aunque hayan sufrido mucho. Llega un momento en que todo se desvanece y parece que hayan encontrado la felicidad”.
En paralelo, el éxito editorial de La supraconciencia existe. Vida después de la vida (Planeta, 2024), de Manuel Sans Segarra, añade una voz singular al debate: la de un médico jubilado y de vuelta de todo que habla con gran autoridad. El doctor (que este mes publica Ego y supraconciencia, Planeta) sostiene que las ECM no son alucinaciones, sino indicios de una conciencia que trasciende el cerebro físico. Basándose en casos clínicos y en testimonios de pacientes con electroencefalograma plano, propone la existencia de una supraconciencia omnipresente, capaz de preservar nuestra identidad más allá de la muerte.
‘Me as a Ghost’ (2015) de Gillian Wearing
De la ciencia a la espiritualidad
Conceptos como la supraconciencia de Sans Segarra o la hiperconciencia de Parnia parecen el eco de antiguas nociones espirituales: jñāna y vidyā en sánscrito, rigpa en el budismo tibetano, fanā’ en el sufismo, wu xin en el taoísmo o nous en el cristianismo. Todas apuntan, con matices, a la experiencia de no-dualidad, donde sujeto y objeto se disuelven y la conciencia se reconoce inseparable del todo.
Esta conciencia expandida no depende del saber discursivo, sino de un reconocimiento inmediato de la realidad tal cual es, sin los velos de la mente o del ego. De ahí que muchas tradiciones sitúen la cercanía de la muerte como un momento propicio para esta revelación. No en vano, en la India del siglo V a.C., el Buda ya enseñaba maranasati, la atención plena a la muerte, como práctica de contemplación de la disolución de los agregados corporales y mentales (skandhas). Los textos canónicos describen estados intermedios entre vida y muerte (antarabhava), semejantes al bardo tibetano, y el Canon Pali recoge visiones que hoy llamaríamos experiencias cercanas a la muerte.
“La gente piensa que la muerte es un evento binario: o estás vivo o estás muerto”, advierte el neurólogo Steve Waxman en el libro de Parnia. “[Los científicos] no estamos preparados [para este nuevo escenario]. No hemos pensado lo suficiente en ello”. Estas son palabras que revelan un vacío: la medicina moderna apenas comienza a explorar el umbral de la lucidez terminal y sigue sin comprender la muerte como proceso, mientras que las tradiciones espirituales llevan milenios reflexionando sobre ella y sobre la posibilidad de que la conciencia, el alma —o algo semejante— se expanda y trascienda más allá del final biológico.
‘L’esprit comique’ (1928) de René Magritte
Sin embargo, espiritualidad y ciencia coinciden en un punto: sobrevivir a una experiencia de muerte transforma profundamente a quien la vive, reduciendo el miedo y aumentando la compasión y el propósito vital. La mayoría de relatos recopilados por médicos e investigadores confirman que quienes han atravesado una muerte lúcida o una ECM regresan transformados.
Un espejo de nuestra época
La literatura sobre el tema trasciende el mero consumo cultural: funciona también como herramienta de acompañamiento, con un fuerte impacto psicológico y existencial. Quien se adentra en ella no busca solo lo que la ciencia descubre ni un bálsamo contra el vértigo de la finitud, sino adentrarse en el enigma de la condición humana, ese pequeño intervalo entre dos grandes misterios.
El auge editorial y cultural de la muerte lúcida es, en última instancia, espejo de nuestra época. Nunca habíamos acumulado tanto conocimiento científico sobre los procesos fisiológicos de la muerte, ni vivido tanto, ni tenido tantas tecnologías para prolongar la vida. Y, sin embargo, nunca habíamos necesitado tanto relatos que nos devuelvan sentido frente a lo inevitable. La muerte lúcida se presenta como un fenómeno de frontera entre lo biológico y lo espiritual, lo medible y lo inefable, la estadística y la metáfora. Allí donde la ciencia aporta datos, la cultura responde con símbolos, y en esa convergencia el ser humano encuentra un modo de reconciliarse con la muerte.
⁄ Científicos cuestionan la visión binaria de la muerte, que aparece como un proceso, una frontera permeable
Quizá la enseñanza más profunda que dejan estas investigaciones y relatos sea la invitación a repensar nuestra relación con la eternidad. Lejos de certezas dogmáticas, estudios y libros como los de Parnia, Batthyány o Sans Segarra muestran que nunca es tarde para hallar sentido. Al declinar la vida, puede emerger una lucidez última, una oportunidad de comprensión, sentido y reconciliación con la propia biografía, en la que morir puede convertirse en una experiencia de revelación.
El fenómeno de la muerte lúcida no resuelve el misterio de lo que nos espera en el eterno post mortem. Pero sí ofrece un nuevo lenguaje para afrontarlo: uno que combina la objetividad científica con la fuerza simbólica de los relatos, que no desdeña la metáfora ni la fenomenología, y que permite mirar lo inevitable con menos miedo y más curiosidad.
Frankenstein reanimado
Los experimentos de algunos científicos del siglo XXI sobre la muerte parecen firmados por Mary Shelley después de fumarse una pipa de opio: cerebros que vuelven a la vida, neuronas que siguen activas semanas después de la muerte cerebral y tecnologías que husmean en el movedizo terreno post mortem.
En Muerte lúcida, el doctor Sam Parnia lanza una provocación que se lee como una novela gótica: “Hay que entender la muerte como un evento médicamente tratable durante varias horas después de que ha tenido lugar”. ¿Metafísica, literatura? Ciencia médica de ecos frankensteinianos: Shelley ya intuyó en 1818 que la fina línea entre cadáver y criatura acabaría siendo manipulada por los modernos prometeos de la biotecnología.
El eco frankensteiniano crece al leer que un colega de Parnia, el doctor Nenad Sestan, ha inventado un suero experimental gracias al cual consiguió devolver a la vida unos cerebros de cerdo, procedentes de cabezas decapitadas que iban a ser desechadas en el cercano matadero. El relato suena a Re-Animator, la película gore de culto de los años ochenta basada en el famoso relato de Lovecraft (pero hablamos de papers académicos).
Cuando Sestan presentó sus resultados, el bioético Jonathan Moreno objetó: “Usted no ha resucitado un cerebro, lo ha convertido en un cerebro en coma”. Sestan replicó que usó un cóctel de fármacos para impedir que los cerebros “despertaran”. Ese detalle abre un abismo: de no haberlos medicado, ¿habrían recuperado la consciencia? Y, si esto es así, ¿cuánto tardaremos en aplicar la misma técnica en humanos? Más, cuando ya se ha demostrado que neuronas de fallecidos días atrás pueden seguir creciendo durante semanas.
Los actuales logros científicos en reanimación de cerebros muertos nos sitúa en un escenario que nos obligará a redefinir vida y muerte, y que huele a distopía: Parnia afirma que es “cuestión de tiempo” que OrganEx –la tecnología derivada de los trabajos de Sestan– se use para devolver a la vida a personas fallecidas. Y, como la literatura siempre se anticipa a la ciencia, podemos estar razonablemente seguros de que el catálogo de futuros resucitados no contendrá angelitos, sino criaturas incómodas. Estoy convencido de que se nos viene encima una galería de monstruos: el Frankenstein original, zombis caníbales en versión Walking Dead, engendros mutantes dignos de Soy leyenda, o el mismísimo Golem de Praga.
Claro que estos experimentos también podrían alumbrar replicantes a lo Roy Batty (Blade Runner), hermosamente hambrientos de vida. O quizá un nuevo mister Hyde, nacido de la manipulación química del alma. Incluso el Drácula de Bram Stocker, criatura liminal por excelencia, tendría un lugar en el panteón de OrganEX: ni vivo ni muerto, humano y monstruo a la vez. Y cómo olvidar a los híbridos del Doctor Moreau, pionero en advertirnos de los horrores de la ciencia sin ética.
Un poco más allá de la literatura, la recién abierta posibilidad científica de revertir la muerte se vuelve dilema político: si los resucitados con tecnología OrganEX llegan a existir, ¿habrá que reconocerles derechos? ¿Podrán votar, casarse, ser elegidos? ¿Qué clase de engendro volverá a la vida y qué parte del humano que fue se habrá ido para siempre? La política haría de estos resucitados carne de urna; no sorprendería ver a un Frankenstein carismático en campaña, gritando: “Yo también merezco una segunda oportunidad”. Le votarían en masa.
Y aquí retomo la pregunta que planteaba más arriba: ¿para quiénes será el privilegio del renacimiento? Probablemente para los grandes tiranos de hoy –Trump, Putin, Netanyahu–, flanqueados por momias tecnofeudales –Musk, Bezos, Zuckerberg– y coreados por jaurías de influencers healthy de extremo centro.
Mary Shelley, con diecinueve años, ya nos dejó escrito el tráiler de este porvenir: una tecnología donde el límite entre vida y muerte se diluye no se usará para volvernos mejores, sino para revelarnos que el monstruo que tememos tiene nuestro rostro, amplificado por el espejo de la tanatología. Necesitaremos buenas novelas para digerir la ciencia que viene. D.B.
