Hacer footing junto a Mario Vargas Llosa en el barrio limeño de Miraflores. Ayudar a la esposa de sir Vidia Naipaul a preparar un pastel de zanahoria en la cocina, mientras él vocifera en la habitación de al lado. Tomar el te en la cocina de Svetlana Alexiévich en Minsk. Charlar en la calle con una pandilla de sintecho amigos de Peter Handke en la localidad francesa de Chaville. Asistir a la fiesta de cumpleaños de Dario Fo en Roma, de tres días de duración. Ver a Annie Ernaux hablando con las prostitutas de la calle Robador. O a Jon Fosse entrando en su casa en los jardines reales de Oslo (que ocupa como artista oficial del reino noruego). Visitar junto a Nadine Gordimer la celda donde estuvo preso su amigo Nelson Mandela. Recorrer las calles de Tokio junto a Kenzaburo Oé buscando a toda prisa un emplazamiento para un acto pacifista para el que le denegaron por sorpresa la autorización en el hotel... Son muchos los recuerdos agradables o estimulantes de los veinte años que llevo, junto al fotógrafo Kim Manresa, persiguiendo por el mundo a los premios Nobel de Literatura (hemos cazado a treinta ya). Un trabajo que ahora recoge el volumen Planeta Nobel, publicado por Libros de Vanguardia y que llega a librerías en los próximos días.
Doris Lessing en su casa en las afueras de Londres
⁄ De todos los Nobel que se conceden, el de Literatura es el único cuyo jurado son los miembros de la Academia Sueca
Hablamos de los buenos recuerdos aunque, por culpa de los Nobel, estuve a punto de perder mi trabajo. En diciembre del 2005 urdí un plan junto a la agente literaria Carmen Balcells: Gabriel García Márquez, que no concedía entrevistas, me abriría la puerta de su casa si yo le llevaba los regalos de Navidad de sus amigos barceloneses. Balcells me aseguró que la esposa del escritor, Mercedes Barcha, estaba en la conspiración y, eufórica, profiriendo sonoras risas, escribió a mano un contrato en una hoja de sus célebres cuadernos amarillos: por un lado, ella conseguía la entrevista y, por otro, mi diario se comprometía a sufragar el viaje de una semana a Ciudad de México. “¿Por qué una semana, Carmen?”. “Porque no sabemos si te la dará, has de tener margen”. Fuimos al entonces llamado D.F. sin ninguna cita, ni dirección, solo debíamos esperar una llamada a nuestro hotel. Tras una insufrible espera de más de un día –encerrado en la habitación por si llamaban–, una voz femenina nos dio una dirección a la cual acudir “lo antes posible”. Era la casa de Gabo. Pero, al entrar, tuvimos que esperar más de una hora en el salón porque Barcha aún no había convencido del todo a su marido para que nos recibiera. Cuando nos dio paso, le preguntamos: “¿Cómo lo ha conseguido?”. “Le dije que les iban a despedir del diario si volvían de vacío a Barcelona tras pasar una semana aquí”. Era un argumento verosímil.
Svetlana Alexiévich en su casa en Minsk
⁄ La intérprete de Alexiévich, Katsiaryna Andreeva, fue detenida en el 2020 y continúa en la cárcel
Una intuición fundada me condujo, en el 2010, a viajar a Nueva York, donde Mario Vargas Llosa vivía, en lo alto de un rascacielos en Central Park, en el período en que impartía clases en el campus de Princeton. Justo el día anterior al fallo del Nobel, asistí a una de sus clases –sobre Borges– y, al despedirme de él, por la noche, en la puerta del Lincoln Theatre, le pregunté por el premio del día siguiente. “Ese tren ya pasó para mí”, respondió, tan convencido como equivocado.
⁄ García Márquez accedió a recibir al autor del libro ante el argumento de que en su diario podían despedirle
Ha habido momentos muy emotivos. Cuando, en su casa en Estocolmo, el poeta sueco Tomas Tranströmer, privado de la facultad del habla desde 1990, a causa de una hemiplejía que solo le permitía mover la mano izquierda, nos tocó al piano el Preludio número 6 (para la mano izquierda) de Frederic Mompou... O la visita en Tokio a Kenzaburo Oé, en su casa del barrio de Setagaya; nada más dejar los zapatos en la entrada, alguien nos gritó, en español: “¡¿Cóooo-mo es-tán, amigos?!”. Era Hikari, el hijo de Oé, ese personaje llamado Eeyore en las novelas. “Ha aprendido unas cuantas frases en un programa nocturno de idiomas que dan por la televisión japonesa”, nos aclaró el escritor, quien, el año en que nació su hijo, 1963, tras volver de Hiroshima, lo convirtió en el centro de su obra.
Gabriel García Márquez en Ciudad de México
⁄ Tranströmer, hemipléjico y sin habla, tocó el piano con la mano izquierda, y Soyinka les puso guardaespaldas
Wole Soyinka quiso que fuéramos con él a Nigeria, en una época en que las autoridades desaconsejaban viajar al país africano y Lagos era considerada la ciudad más peligrosa del mundo. “Tranquilos, yo garantizo su seguridad, solo envíenme su foto”, nos dijo en un correo electrónico y, nada más aterrizar, dos guardaespaldas armados, un hombre y una mujer perfectamente trajeados, nos esperaban en la misma pista para convertirse en nuestra sombra. Y, al contrario, Orhan Pamuk despistó a los suyos aprovechando la hora de la comida para que pudiéramos pasear con él por Estambul.
⁄ Hacer footing junto a Vargas Llosa, tomar el té en la cocina de Alexiévich o conocer a los sintecho amigos de Handke
El distante J.M. Coetzee permitió ser acompañado a un viaje a Chile pero sin embargo solo respondió preguntas por escrito. Con Patrick Modiano recorrimos varios cafés parisinos, y conocimos a su familia, pero el primer contacto había sido también una larga entrevista por escrito, cuatro folios que él redactó a mano y que conservo como un gran tesoro en el baúl de los Nobel.
Wole Soyinka en Abeokuta (Nigeria)
⁄ Los premios a Pamuk, Jelinek, Dylan o Handke causaron discrepancias en el jurado y hasta algunas dimisiones
De los treinta entrevistados, Berlín y París son las ciudades más repetidas, las que concentran un mayor número de ganadores. En cuanto al idioma en que se ha realizado la conversación (que no coincide necesariamente con la lengua de escritura de cada autor), manda el inglés (11), seguido del francés (5), el alemán (2), el polaco (2), el español (2) y también el árabe (1), el coreano (1), el japonés (1), el ruso (1), el sueco (1), el húngaro (1), el portugués (1) y el italiano (1).
Entre las espinas clavadas en el transcurso de estos años destaca sobre todas el dolor que provoca pensar en Katsiaryna Andreeva, que hizo de intérprete del ruso en nuestro encuentro con Svetlana Alexiévich en su cocina de Minsk en el año 2015. Esta periodista bielorrusa acabó congeniando tanto con Alexiévich que la Nobel la entrevistó en varias sesiones para el libro que estaba escribiendo sobre el amor, basado, como todos los suyos, en decenas o centenares de testimonios. Andreeva fue encarcelada en el 2020 por informar de las protestas contra el dictador Lukashenko. Hoy sigue entre rejas. Hace tres años, en una visita a Barcelona, Alexiévich –exiliada en Berlín– seguía recordándola y temía que “ya no quede nada de ese libro mío, las autoridades habrán destruido el borrador y las notas, que dejé en casa al salir precipitadamente”.
Tomas Tranströmer en su casa de Estocolmo
Más allá de los encuentros con los ganadores, las charlas con los académicos que componen el jurado, con los expertos que les asesoran, los periodistas suecos que siguen a la Academia o las consultas de las actas desclasificadas –que se guardan en secreto durante cincuenta años– aportan luces sobre el funcionamiento del premio literario más importante del mundo, creado por Alfred Nobel (1833-1896) en su testamento. De todos los premios Nobel que se conceden, el de Literatura es el único cuyo jurado son los propios miembros de la Academia Sueca, reconocidos expertos en lengua y literatura.
Las mujeres están infrarepresentadas en la tabla de ganadores. El gran cambio fue en los 90, en los 2000 y los 2010, cuando se subió a tres por década, cifra aún pequeña pero que en lo que llevamos de años 20 ya se ha igualado con Louise Glück (2020), Annie Ernaux (2022) y Han Kang (2024).
Gao Xingjian en París
El premio Nobel despierta pasiones, también entre los jurados, que han sufrido profundas divisiones por no premiar, por ejemplo, a Salman Rushdie en tiempos de la fatwa, o por haber distinguido a Orhan Pamuk, Elfriede Jelinek, Bob Dylan o Peter Handke. Algunas de estas discrepancias se saldaron incluso con dimisiones. En 1974, que el premio recayera en dos miembros de la propia Academia levantó numerosas críticas. Pero ninguna polémica como la causada por el fotógrafo y gestor cultural Jean-Claude Arnault, marido de una jurado y condenado por violación y abusos sexuales. El #MeToo sueco implicó a la Academia y obligó a la suspensión del premio en el 2018. Tuvo que intervenir el mismísimo rey de Suecia –de quien depende la institución– y se tomaron medidas como incluir (durante aquellos turbulentos dos años) a gente externa en el Comité
Nobel.
Todos hemos visto esas listas de grandes escritores que jamás ganaron el premio. Siendo ciertas algunas clamorosas ausencias, se le puede dar la vuelta al argumento: resulta imposible hablar de los mejores escritores del mundo sin hacer referencia a los laureados por la Academia Sueca. El próximo jueves 9 de octubre, cuando a las 13 h el secretario permanente de la Academia Sueca, Mats Malm, abra la puerta de su despacho ante un enjambre de periodistas, un nuevo nombre se añadirá al palmarés. Ya corren las apuestas, pero la incertidumbre está siempre ahí. Larga vida al premio Nobel de Literatura.
Nadine Gordimer ante la celda de Nelson Mandela
Mario Vargas Llosa en Madrid
El hombre que aún llama al interfono de tu casa
Dice Patrick Modiano, en una de las entrevistas recopiladas por Xavi Ayén en el libro Planeta Nobel (Libros de Vanguardia, 2025), que no existe el escritor feliz, el autor plenamente satisfecho con el trabajo que acaba de realizar. Y que es esa infelicidad la que motiva que, cuando das por acabada una novela, empieces de inmediato a escribir otra.
La lectura de Planeta Nobel nos ofrece el retrato robot más preciso del Nobel contemporáneo. En este trabajo de campo tipológico, uno de los rasgos que se repiten es el que plantea Modiano sobre la insatisfacción como motor creativo. La mayoría de los galardonados se alinean con él. Ni siquiera conseguir el gran premio les permite hacer las paces con su propio yo creativo. Pero el autor del libro no es ajeno a ese propósito, ni mucho menos. De la lectura de Planeta Nobel se desprende esa misma ansiedad de Xavi Ayén por cuadrar la entrevista perfecta y, cuando eso no es posible, por extraer –con exquisita elegancia– esa declaración que el entrevistado más se obstina en preservar.
Hace unos meses, el mismo Ayén que daba los últimos retoques al libro que ahora publica se emboscaba en una calle adyacente al Liceu para intentar asaltar a su pieza más esquiva, ese Bob Dylan que, en los conciertos, exige que le construyan un pasillo de cortinas negras para desplazarse desde su autocaravana hasta el escenario sin tener que cruzarse con ningún ser humano que no sea músico de su banda. No tuvo éxito porque la misión era más que imposible –Dylan ya solo se deja entrevistar por Martin Scorsese– pero, de no haberlo intentado, algo se hubiera roto en la determinación de este capitán Ahab del último Nobel vivo.
Dylan se le escapará, como se escurrió Harold Pinter, pese a que el periodista de La Vanguardia llegó a plantarse en el mismo salón de su casa. Pero Ayén no dejará de perseguir a los nuevos galardonados ni de volver sobre sus pasos para extraer de alguno de los antiguos la respuesta que no pudo lograr en sus entrevistas previas. Si conviene, se seguirá saltando el entramado de directoras de comunicación, agentes literarias y editoras que protege a estos escritores, como hizo cuando, sin cita previa y en compañía del fotoperiodista Kim Manresa, llamó al interfono de la casa londinense de la Nobel Doris Lessing y esta le abrió amablemente la puerta.
Pero el secreto del autor de Planeta Nobel, más allá de su determinación y de su capacidad de seducción –el discreto encanto de los tímidos–, hay que buscarlo en su amplio bagaje literario, en su pasión por los libros y, sobre todo, en su capacidad de profundizar en los textos para ser capaz de formular preguntas que ayudan al mismo autor entrevistado a descubrir nuevos planos, nuevas dimensiones de su propia obra. Es entonces cuando, al sentirse desenmascarados, se le abren y le cuentan lo que no pretendían contar
José Saramago y su esposa Pilar del Río ante el monasterio de los Jerónimos (Lisboa)
Nadine Gordimer firma uno de sus libros
Xavi Ayén
Planeta Nobel
Libros de Vanguardia. 320 páginas. 22 euros
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