Digamos que nunca he conseguido superar el síndrome del deportista frustrado.
Quiero decir: la mayoría de periodistas especializados en los Deportes venimos de un lugar común, venimos del desencanto. Muchos quisimos ser futbolistas, tenistas, atletas, baloncestistas, héroes de pantalón corto.
Me incluyo entre aquellos que le observan con la mirada torva y un punto de envidia
Lo intentamos, claro que sí, pero claro que no: nuestro talento como deportistas no era tal, no daba para tanto.
–El de ahí arriba no nos había tocado con la varita –que diría María Pérez.
(A ella sí la tocaron con la varita, no se cansa de repetirlo, y por eso ya tiene cuatro títulos mundiales en marcha atlética).
Lamine Yamal levanta su copa Kopa antes del partido contra la Real Sociedad
Desilusionados, los mortales solo podíamos buscar refugio en las radios (escuchábamos al butanito en la profundidad de la noche), en las retransmisiones deportivas y en las gradas de los estadios. La mayoría contemplábamos a nuestros sobrevenidos ídolos desde una distancia considerable. Los que teníamos vocación periodística, más curiosones , decidimos acercarnos un poquito más.
Quiero decir: acercarnos a los ídolos.
Me incluyo entre aquellos que lo hacen con la mirada torva y un punto de envidia. Nos hubiera gustado ser uno de ellos, qué se le va a hacer.
En las sobremesas, cuando me preguntan por Lamine Yamal, me explayo, digo todo lo que me sale de dentro, y algunos de esos pensamientos son negativos, supongo que condicionados por las circunstancias de las que le hablado, la mirada torva y todo eso.
Si arranco el discurso, digo que me fascina el fútbol de Lamine Yamal, su jugueteo con el rival y la capacidad de simplificar acciones extraordinariamente complejas, pero que me ofenden sus maneras y que me ruboriza su entorno. Me enervan las fiestas en las que contrata a enanos o el aire de superioridad con el que se maneja en la absurda gala del Balón de Oro (pues es absurda la concesión de un premio individual en un deporte de equipo).
Resignado, observo cómo crece la figura de este adolescente rico y buen jugador, cómo se agiganta, mientras me pregunto qué mecanismos de control manejan su entorno y su club.
No sé si existen esos mecanismos.
Si los hay, por ahora no funcionan.
Quizá, me digo, Lamine Yamal sea el producto de una sociedad que compra todo eso, compra productos excesivos.
De ser así, yo mismo, como periodista deportivo, solo puedo moverme entre la envidiosa resignación y el agradecimiento, pues todo lo que nos aporta este crío será bueno o será malo, pero nos da de qué hablar.

