Centrarse en el negocio, el dinero, no es suficiente
Sergei Bubka
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Múltiples encuestas aseguran que el salto con pértiga es la más compleja de las disciplinas deportivas.
No la más compleja del atletismo, sino la más compleja de todos los deportes.
El pertiguista come aparte, analiza centros de gravedad y velocidades. Debe ser elástico y perfeccionista. Debe ser consciente de dónde se encuentra en todo momento mientras voltea sobre sí mismo tras acelerar hasta los 36 km/h para clavar el artefacto en un foso situado al pie de una colchoneta. Debe ser un valiente también, pues superado el listón se proyecta desde una altura equivalente a tres pisos y si se despista, igual cae fuera de la colchoneta y se desloma y se disloca un hombro o se revienta una costilla.
El pertiguista es un acróbata o un titiritero. Y mientras se entrena practica un mortal hacia atrás, o prueba una vertical y así mismo, bocabajo, se desplaza quince o veinte metros.
En las pistas de atletismo, las pértigas salen disparadas en perpendicular, y a veces irrumpen en la calle 1, por donde viene una tropa de mediofondistas, y si no pasa nada es porque Dios no lo quiere.
Líder espiritual, confidente y consejero, ningún rival recela de sus éxitos: al contrario, se celebran
Cuando viaja, el pertiguista vive al borde del ataque de nervios. Las pértigas se facturan en la cinta del equipaje especial. Si los maleteros las maltratan, las pértigas se erosionan.
¿Enlazar vuelos con ellas? Una mala idea.
(Artur Coll, el pertiguista catalán que ha disputado las eliminatorias en Tokio, tomó un vuelo en solitario desde Barcelona; obligarle a que se uniera al grupo en Madrid era un trabalenguas).
Las pértigas apenas caben en las bodegas de los autocares. Hace falta cuatro o seis manos para auparlas al pasillo central. Si el viaje es largo, el pertiguista se tumba en el mismo pasillo, entre los asientos, y se adormece abrazado a sus alargadas herramientas.
Sí, querido lector, el salto con pértiga es un completo engorro. A todos les hace la vida imposible. O eso decimos.
Y entonces, en el foso aparece Mondo Duplantis (25) y al contemplarle me cuestiono las líneas que he estado escribiendo hasta ahora.
¡Qué fácil lo hace este héroe aparentemente normal!
El sueco ya encadena catorce plusmarcas: los augures siguen sin intuir dónde se encuentra su límite
Aparentemente normal: Mondo Duplantis no es alto ni es fuerte ni es elástico.
No es contundente.
Ahora mismo, Duplantis podría estar sentado al lado de usted, tomándose un capuccino en la mesa contigua, y nadie le distinguiría, ni usted ni el camarero, pues Duplantis trata a todos por igual, no se cree más que nadie.
Adrián Ben, a la final del 1.500: “No sé ni qué decir”
Al vernos en la zona mixta, donde llega sudado y supervitaminado tras su pase a la final del 1.500, Adrián Ben (27) se confiesa: “No sé ni qué decir –dice, pero luego se desdice pues, en realidad trae el discurso medido–: a veces, antes de correr, miro al techo en la habitación y pienso: ‘Si va mal, me disculparé, ya sabré a qué se debe, en qué he fallado. Pero si sale bien, no sé, tendré que inventármelo”. Y guarda silencio por unos instantes, y luego vuelve a la carga. “Por ejemplo, si me hubieran apeado diría: ‘Estoy orgulloso por haber sido capaz de cambiar de prueba, del 800 al 1.500’. Pero el 800 me ha dado mucho, la capacidad de moverme en los bajos fondos, de donde no hay tiempo para corregir un error”. Su pase a la final, al acabar en 3m36s78, redondea una fabulosa trayectoria en las brillan una final olímpica y otra mundial en el 800, aparte de un título europeo en sala. Ausente Jakob Ingebrigtsen, apeado en la primera ronda (estos días el noruego turistea en Tokio: frecuenta Akihabara, el barrio del otaku y el manga), se crece la figura de Niels Laros, el Ingebrigtsen neerlandés, favorito por unanimidad.
Esa forma de actuar le eleva entre sus pares, lo convierte en líder espiritual, consejero y confidente, y ningún pertiguista recela de sus éxitos, más bien los celebra como propios, pues propios son los logros que va recolectando este Bubka 2.0.
Desde hace siete u ocho años, las escenas se repiten en todos los fosos, en todos los escenarios de la pértiga. Los humanos trastean y sufren, se atascan cuando abordan los seis metros, casi siempre fracasan ante el coloso, y mientras todo eso ocurre, Duplantis sestea, juguetea con las herramientas, atiende a quien le pasa consulta y espera su turno.
Bajo su paraguas han crecido el griego Karalis o el francés Collet, que aquí se hacen grandotes, pero Duplantis ni se inmuta.
Cuando sortea el primer listón, en 5,55m, le sobra medio metro. Tampoco se descompone en su segunda altura, en 5,85, ni al agigantarse los otros, estos Karalis, Collet, Marschall, Vloon y Guttormsen que se elevan por encima de 5,90. El atasco se produce un paso más arriba, en la frontera de los seis metros, barrera que Duplantis salva sin despeinarse.
De entre todas las disciplinas deportivas, ninguna es más compleja que el salto con pértiga
El héroe no siente la presión, tampoco cuando le iguala Karalis, también en los seis metros: su paso por el 6,05m es un paseo, nada que ver con la agonía del griego, que ahí se queda y abandona el escenario antes de que Duplantis suba el récord mundial hasta 6,30m y luego apague la luz y cierre la puerta.
¿Cuántas veces hemos vivido ya esto?
(Con esta ya encadena 14 plusmarcas).