Hanspeter y Singladine, ambos italianos con orígenes alemanes, se conocieron en San Cándido, cerca de la frontera con Austria, gracias a una oferta laboral en un resort de esquí. El cocinero y la camarera pasaron de ser compañeros de trabajo a pareja sentimental. Y de ahí, se animaron a formar una familia, de primeras frenada su intención por los problemas para concebir. Adoptaron a Mark, que nació en Rusia y ahora es instructor de bomberos. Pero el caprichoso destino les bendijo años después con Jannik Sinner. El 16 de agosto del 2001 nació su segundo hijo y también el actual ganador de Wimbledon tras destronar a Carlos Alcaraz, su rival generacional.
Su azarosa llegada al mundo es justo lo contrario de lo que predica el italiano con su raqueta, el arma con el que dibuja un tenis casi sin fisuras. Todo está perfectamente pensado y trabajado previamente. Domina todo lo que está en su mano. Es la consistencia personificada en una pista de tenis que no se inmuta ante ningún escenario. Tampoco en la final del All England Club. Ni siquiera ante el rival que le había ganado las anteriores cinco veces, especialmente dramática la última en la final de Roland Garros con tres puntos de partido malogrados. Tras aquella decepción, se refugió en su familia, un pilar en su vida, y en sus amigos, con los que pasó el rato jugando al ping-pong.
En el deporte más psicológico del mundo, a Sinner no le supuso una losa mental lo ocurrido en París, sino que fue un acicate para engrasar aún más su perfecta maquinaria tenística. Verse un set abajo en la final, en un parcial que controlaba con un break, tampoco cambió su ánimo y su juego, que fue creciendo con el paso de los minutos. En el otro lado de la red, en cambio, Alcaraz, preso de sus emociones, se fue resquebrajando ante el muro granítico que tenía delante. “Desde el fondo es mucho mejor que yo”, se lamentaba, en diálogo con su palco, el murciano, ya abajo en la tercera manga.
El italiano antes que tenista se dedicó al esquí, deporte que le ayudó a minimizar errores en la pista
El de El Palmar lo decía todo con su lenguaje no verbal. Sus andares entre punto y punto y el semblante serio denotaban que no hallaba la forma de salir del laberinto. Sinner tampoco expresaba alegría. Es un robot programado para acumular puntos que a esas alturas de partido casi no cometía errores, mucho decir en hierba. “Si cometes un error esquiando, estás acabado. En tenis puedes jugar dos horas, cometer muchos errores y ganar”, reflexionó hace años el número 1 sobre la concentración y su pasado como esquiador en su niñez.
En aquella época, en la que también practicaba fútbol, aún se debatía entre la nieve y la raqueta. “Pidió a sus padres que le recogieran inmediatamente. Afortunadamente, todo se resolvió. Estuvimos a punto de cometer un asesinato tenístico”, recuerda Angelo Binaghi, presidente de la Federación italiana de tenis, sobre el paso a prueba de Sinner por los centros de verano de la Federación, que casi se trunca por los problemas con el idioma y de convivencia con el resto de tenistas. Otro giro del destino que sonrió al tenis.
Con 14 años, Sinner empezó a pulir su talento en la academia Piatti, en la Riviera italiana. Una década después, diez años en los que se ha visto su progresión, a base de trabajo y tesón, el italiano es el dominador del circuito, solo discutido por Alcaraz, y ya posee cuatro Grand Slams. Ni siquiera cuando el murciano apeló de nuevo a los sentimientos, jaleado por los suyos en la grada, Sinner rebajó su capacidad de concentración en la raqueta. Salvó dos bolas de break en el cuarto set, la última bala de su rival, y esta vez sí aprovechó tres match points.
Sinner solo celebró el título en Wimbledon, el primero de su carrera, con una ligera sonrisa. No se tiró a la hierba como es habitual. Quizá ya estaba pensando los nimios aspectos que le quedan por mejorar porque esa mentalidad es, sin duda, su mejor virtud. Su éxito no es nada casual.