Si todo consiste en potenciar el alcoholismo, la comida basura (¡mezclada con caviar!) y la mala educación, bienvenidos al US Open, a la nueva época del tenis de masas. La buena conducta (jugadores y espectadores en especial) son obsolescencias de la era precomercial.
Sostienen que el evento neoyorquino es uno de los cuatro Grand Slam, los torneos más prestigiosos en la competición de la raqueta, pero en realidad es un grand slum , un tugurio (de lujo, mucho lujo, a 32 dólares la copita de Moët Chandon) comparado al señorío de Roland Garros o de Wimbledon, incluso del más alternativo de Melbourne.
“El Billie Jean King Tennis Center se abre al público y se rompen muchas de las reglas básicas de etiqueta del tenis. Esta es una versión estridente de este deporte”, escribe en The New York Times Matthew Futerman, una de las mejores plumas en este terreno.
Hay otros que todavía son más corrosivos. Robert O’Connell, en The Wall Street Journal , calificó este torneo como “el más borracho” del circuito.
La deriva impulsada por la Asociación de Tenis de Estados Unidos (USTA), siempre ávida en busca de la exuberancia de los récords (los premios más millonarios o la mayor asistencia), ya hace un tiempo que se detecta. Era conocido por el retumbar de los trenes, por el ruido de los aviones del cercano aeropuerto de LaGuardia y hasta, en los últimos años, por ese olor a porro, de aplicación aquel verso de Joan Manuel Serrat de “tu nombre me sabe a hierba”.
Pero esta edición, sobre todo por obra y gracia de Daniil Medvedev, ha ido a más la conciencia sobre la decadencia del torneo, que se ha inventado una nueva semana con la parodia del dobles mixto o que ha empezado en domingo, alargando la primera jornada para conseguir más negocio. Del volcánico tenista ruso, con antecedentes de líos en este campeonato del que fue ganador, se ha dicho de todo menos bonito por el lamentable show que montó al verse perdedor. Pero si él puso la gasolina, un sector ebrio del público echó la leña.
A la noche siguiente, Carlos Alcaraz jugó contra Reilly Opelka en la pista central (Arhur Ashe). A pesar de la multitud, muy pocos seguían el partido. Aquí se viene a figurar y a hablar. La juez árbitro se desgañitaba para pedir silencio.
A la compañera Candy Rodó se le escapó una sonrisa: “Ahora ya sé la cara que tienen los que se gastan 100 dólares”, comentó. Ahí había una pareja que tenía sendas cajas de cartón (200 dólares) con seis nuggets de pollo y una mini lata de caviar cada una. La manera de comer habla mucho de una sociedad.