“¡Motorista de mierda!”. “¿Tú qué pintas aquí?”. “Si no consigues el objetivo que te he fijado, te despediré!”. “Ven a mi despacho, que aquí no te puedo gritar porque hay gente”. Estas frases son ejemplos reales de conductas abusivas que, desgraciadamente, todavía vemos en las empresas. Forman parte de una cultura tóxica alimentada por un perfil muy específico: el de los psicópatas corporativos. Son profesionales a menudo brillantes y ambiciosos, pero que ponen su progreso personal por delante de cualquier valor humano u objetivo colectivo. La falta de empatía y la obsesión por el control suelen esconder inseguridades profundas. Ven los equipos como herramientas, no como personas, y eso les permite tomar decisiones duras sin remordimientos.
Recuerdo una escena que lo resume todo. En una gran empresa, un compañero me recomendó que no hablara en las reuniones si estaba el jefe, a no ser que fuera para reafirmarlo. Esta cultura del silencio ahoga la creatividad, impide la innovación y oculta riesgos, convirtiendo las organizaciones en barcos que navegan a ciegas hacia errores estratégicos.
Humanismo
Está claro que el liderazgo ético y empático no es solo compatible con el rendimiento, sino imprescindible para alcanzarlo
Groucho Marx decía con ironía: “Estos son mis principios. Si no le gustan, tengo otros”. Pero los psicópatas corporativos no tienen este dilema: simplemente, no tienen principios. En una ocasión, quien se consideraba su mejor amigo dijo, sin vacilar: “Es que no tiene ninguno”.
El problema va mucho más allá de las relaciones interpersonales. Estos perfiles construyen auténticos “egosistemas”: entornos donde el interés individual eclipsa cualquier objetivo común. Cualquier voz disidente o que suponga una amenaza para su estatus es eliminada. Y para mantener el control se rodean de colaboradores sumisos que actúan como vasallos hasta que dejan de ser útiles. Estas dinámicas frenan el crecimiento de las organizaciones y perpetúan una visión obsoleta del liderazgo. En pleno siglo XXI, todavía resuenan modelos jerárquicos donde mandaba el miedo y el silencio era la estrategia de supervivencia.
 
            Una mujer en una oficina
Pero hay motivos para la esperanza. Las empresas más innovadoras están penalizando estas actitudes y promoviendo valores humanistas. Cada vez está más claro que el liderazgo ético y empático no es solo compatible con el rendimiento, sino imprescindible para alcanzarlo. Los equipos altamente productivos nacen de la confianza y el respeto, no del miedo. Es hora de romper con la tolerancia implícita hacia estos comportamientos. Las organizaciones tienen la oportunidad –y la responsabilidad– de erradicarlos, y de construir liderazgos que inspiren, transformen y dejen huella. No se trata solo de alcanzar objetivos, sino de hacerlo de una manera que dignifique a las personas y aporte valor a la sociedad. Como decía una amiga: “No se puede ser buen profesional sin ser buena persona”. Nos toca decidir si queremos convivir con la sombra de los egosistemas o apostar por un futuro más humano.
