Catalunya se ha posicionado como líder en innovación estatal, por delante del País Vasco y Madrid, según el Innovation Scoreboard 2025, comunidades calificadas como “innovadoras fuertes” en el ranking europeo. También Navarra y la Comunidad Valenciana superan la media de la UE. Son datos alentadores, probablemente vinculados al impacto de los fondos europeos Next Generation. La inversión en I+D de la economía catalana ha crecido un 50 % desde la pandemia (en España, un 42 %). Avanzamos, aunque el liderazgo europeo sigue en manos del norte industrial: Estocolmo, Copenhague, Zúrich, Alta Baviera y Helsinki. Allí, el progreso se articula a través de clústeres empresariales que cooperan intensamente con universidades y centros de investigación.
Los buenos resultados en Catalunya se deben, en gran parte, a su excelencia científica. Se estima que aquí se genera el 1 % de la ciencia mundial, pese a representar apenas el 0,1 % de la población global. Eso supone una intensidad investigadora diez veces superior a la esperada en un reparto equitativo del conocimiento. Es el resultado de políticas bien diseñadas, sostenidas a largo plazo, que han permitido consolidar instituciones de referencia. Disponemos de universidades de prestigio, centros de investigación de vanguardia y un ecosistema emprendedor muy activo. Pero la innovación pivota excesivamente sobre instituciones públicas. Las empresas destinan pocos recursos a la I+D, lo que explica el débil comportamiento de la productividad y los salarios ¿Cómo es posible que, en un territorio impregnado en conocimiento científico, las empresas no absorban esa I+D para incrementar su productividad? ¿Por qué, tras más de veinte años de debate, seguimos sin resolver el problema de la transferencia de tecnología?

Una imagen del super ordenador Mare Nostrum, punto neurálgico de muchas investigaciones en Catalunya
Quizá no se trate solo de debilidades estructurales, sino también de un error de concepto. Persistimos en una visión obsoleta: que la innovación avanza linealmente, del laboratorio al mercado. Que alguien sabio investiga y después alguien con visión de negocio aprovecha económicamente los resultados de la investigación. Ese modelo implica una división del trabajo: centros públicos de I+D investigan, y el mercado se ocupa de convertir esa I+D en crecimiento económico. Pero ya desde los ochenta, los ingenieros saben que para lanzar productos y soluciones de éxito, la aproximación lineal o “en cascada” no es eficiente, sino que se requiere integrar desde el inicio todas las funciones relevantes (I+D, producción, márketing…) de forma colaborativa (“ingeniería concurrente”).
Liderazgo catalán
La inversión en I+D de la economía catalana ha crecido un 50 % desde la pandemia pero las empresas no absorben ese conocimiento científico para incrementar su productividad
Los resultados de investigación pocas veces se transfieren una vez concluidos: requieren alineamiento con necesidades reales y retos concretos. Nada se va a transferir si no existe demanda para ello. Por eso, las políticas de innovación de éxito combinan iniciativas que equilibran la investigación fundamental con la orientada al mercado. Los países líderes en tecnología generan riqueza fomentando proyectos concurrentes entre científicos, ingenieros y departamentos de desarrollo de producto. Los estados emprendedores no solo financian la I+D en centros públicos, sino que también apoyan estratégicamente la I+D privada, impulsando la conexión directa entre ciencia e industria.
Existe la percepción de que en EE. UU. no han existido políticas de innovación y que su liderazgo tecnológico se debe básicamente a un conjunto de genios creativos dotados de un marcado espíritu emprendedor. Pero no es así. EE.UU. ha sostenido durante décadas una fuerte inversión pública en ciencia, orientada a ámbitos estratégicos. El 80 % del presupuesto de investigación del MIT, por ejemplo, proviene de fondos federales de la NASA, del Departamento de Energía o del de Defensa. Como en cualquier lugar, allí la ciencia también es divergente: miles de investigadores trabajan en silos, en campos dispares e inconexos (nuevos materiales, nanotecnología, microelectrónica) alejados entre ellos. Sin mecanismos de convergencia, esa investigación acabaría en brillantes publicaciones académicas con escasa relevancia práctica. Pero, en paralelo, han existido iniciativas a gran escala que involucran también a empresas. Una misión espacial no es solo un desafío científico: es también una estrategia deliberada de innovación e impulso de clústeres industriales. Cientos de investigadores, desde disciplinas diversas, se ven forzados a colaborar con empresas para desarrollar nuevos dispositivos, orientados a un objetivo final, con plazos de entrega definidos (por ejemplo, construir un cohete espacial). Ahí se produce la “transferencia”.
Cada misión Apolo articulaba una cadena de suministro de decenas de miles de empresas que resolvían retos tecnológicos muy por delante de lo que pedía el mercado. Empresas como IBM, Motorola, Boeing o General Electric desarrollaron así nuevas capacidades, en concurrencia con centros de investigación. No se llegó a la Luna en vaqueros: investigadores y compañías especializadas en materiales y tecnología textil colaboraron para fabricar los trajes espaciales. Tampoco con mochilas y bocadillos: clústeres empresariales y centros científicos desarrollaron juntos sistemas de alimentación avanzados. Y todo eso creó industrias y capacidades únicas. En una visita a Silicon Valley, una empresa líder en electrónica me explicó que estaban liderando un proyecto de desarrollo de “los ordenadores más rápidos del mundo”, que debían entregar en 10 años. ¿Para quién? Para el gobierno. El gobierno como impulsor y primer mercado de soluciones innovadoras de largo plazo. Este enfoque finalista permite esa “concurrencia tecnológica”: la integración sincronizada de disciplinas científicas diversas y capacidades empresariales en torno a retos muy complejos con aplicación real.
Concurrencia
No se llegó a la Luna en vaqueros: investigadores y compañías colaboraron para fabricar los trajes espaciales
Es un error persistir en la idea de que cambiaremos el modelo productivo invirtiendo en investigación pública y esperando que se transfiera a la economía. Ni es eficiente, ni es suficiente. No se trata de transferir más sino de innovar mejor. Y ello solo pasará si activamos también la demanda, apoyando la I+D industrial con ayudas financieras rápidas, fiscalidad favorable, proyectos tractores y compra pública innovadora muy sofisticada.