En la Unión Europea, quien controla los flujos de información, los ciclos de noticias, la conversación cívica, el comercio online y la publicidad son empresas con sede en Estados Unidos. El resultado es un déficit comercial europeo en servicios, sobre todo digitales, de casi 150.000 millones de euros anuales (datos de Eurostat y del Consejo de la UE); dinero que se genera aquí pero que tributa mayoritariamente fuera. Google obtiene un 27% de su negocio en Europa, y Meta, un 23%. Si la UE grava actividades estratégicas como el transporte, las telecomunicaciones o los mercados financieros, parece lógico que lo haga también con las redes de intercambio de información digital.
Lo que hacemos online influye directamente en lo que ocurre fuera de línea. Hace ya tiempo que no solo votamos cada cuatro años: hoy cada clic, cada tuit, cada me gusta y cada mensaje de WhatsApp reenviado es una fracción de voto. Pero todas estas acciones están condicionadas por algoritmos privados y opacos que maximizan beneficios a miles de kilómetros, mientras que los efectos sociales y políticos son de kilómetro cero.
El déficit comercial europeo en servicios es de casi 150.000 millones
Muchas de estas plataformas gozan de posiciones dominantes gracias al efecto red: servicios que crecen de valor cuanto más se utilizan. El resultado es que las alternativas locales tienen muy pocas opciones de emerger, la competencia se reduce y los usuarios terminan pagando un precio en pluralidad e innovación. Un arancel –o una fórmula fiscal equivalente bien diseñada– podría actuar como nivelador temporal: permitiría a nuevos actores competir y favorecería la innovación.
Ahora bien, la aplicación de aranceles digitales no está exenta de riesgos. Washington podría responder con represalias sobre las exportaciones europeas. Además, la propia definición de lo que constituye una “importación digital” es jurídicamente compleja: muchas de estas plataformas tienen filiales en la UE y podrían ser consideradas empresas comunitarias. Sin un diseño muy cuidado, la medida sería fácilmente impugnable o ineficaz. Por último, hay que tener presente que los costes de los aranceles suelen repercutir en los consumidores, perjudicando en última instancia a quienes se pretende proteger.
No existen fórmulas simples. Pero el déficit digital europeo no solo se mide en balances comerciales: hay que añadir el valor de nuestra atención y el impacto directo en la calidad democrática. La pregunta, por tanto, no es si Europa puede vivir sin unos aranceles digitales, que sí, sino si puede vivir sin aplicar sus propios valores fundacionales al mundo digital. Y si esto implica que alguna plataforma decida dejar de operar en Europa, no haremos tampoco demasiado aspavientos, sino que lo celebraremos como un ejercicio legítimo de soberanía digital.