“¡Dios lo quiere!”: el éxito inesperado de Urbano II y su primera cruzada

Edad Media

La proclama que Urbano II lanzó en Clermont en 1095 en apoyo de los bizantinos se propagó por todo el Occidente cristiano y concluyó con la toma de Jerusalén. Ni el propio papa se esperaba tal seguimiento

El papa Urbano II predicando la primera cruzada en Clermont. Detalle de una obra conservada en las Gallerie di Piazza Scala, Milán

El papa Urbano II predica la primera cruzada en Clermont. Gallerie di Piazza Scala, Milán

Fine Art Images/Heritage Images/Getty Images

Cuando arranca la primera cruzada en 1096, el Cid está a punto de morir y Alfonso VI defiende con uñas y dientes sus territorios de los almorávides. La península ibérica es un escenario clave en la lucha contra el islam y, desde hace décadas, la Iglesia ha santificado la pelea contra los musulmanes, lo que propicia que numerosos caballeros y soldados extranjeros crucen los Pirineos para combatir junto a sus hermanos en Cristo. Pero esos apoyos, aunque importantes, no tienen una dimensión suficiente como para expulsar al islam al otro lado del estrecho de Gibraltar.

Los bizantinos también son aficionados a reclutar cristianos foráneos en sus particulares peleas, pero esto tampoco sirve para que, en 1071, el Imperio asista a un punto de inflexión. Por un lado, Bizancio pierde en favor de los normandos su último reducto italiano, Bari, mientras en el extremo oriental el Imperio sufre la derrota de Manzikert, que deja abierta la puerta de Anatolia a los turcos.

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En este clima de zozobras, asciende al trono bizantino Alejo I, que establecerá una política de acercamiento a Occidente motivada, en buena medida, por el deseo de conseguir soldados de refresco con los que recuperar el terreno perdido ante los turcos.

Papa carismático

Alejo encuentra un aliado en la Iglesia católica: Urbano II, un hombre carismático, definido por las fuentes como bien preparado, atractivo, imponente y con grandes dotes diplomáticas, que se convierte en papa en 1088. Pero la situación no es fácil para el nuevo ocupante del trono de Pedro.

Al reciente cisma con la Iglesia oriental, Urbano II suma otros problemas más acuciantes, como la existencia de un antipapa, Guiberto, nombrado por el, en cierto modo, autoproclamado emperador Enrique IV. Además, Urbano solo puede vivir con cierta libertad en el territorio de los volubles normandos, sin ser capaz siquiera de imaginar una visita a Roma, controlada por sus enemigos.

Urbano II, por Zurbarán

Urbano II, detalle de una obra de Zurbarán

Dominio público

Pero en cinco años el astuto Urbano sacude el tablero de juego. Deslizando dinero en las manos adecuadas y mediante una política basada en la prudencia, el papa logra pasar la Navidad de 1093 en Roma, asentando así su influencia en la cristiandad. En paralelo a estos movimientos, contacta con Alejo I, a quien tantea para anular el divorcio eclesiástico que les persigue desde hace cuatro décadas. Urbano calcula que, si logra la reunificación, su poder en la cristiandad será indiscutible, con o sin antipapa de por medio.

Pero al emperador bizantino le interesa mucho más la ayuda militar que pueda conseguir Urbano que discutir sobre dogmas de fe. Ya hacia 1089 ha buscado el apoyo del papa para convencer a los croatas de que presten soldados a la causa bizantina. El rey Zvonimir, solícito, aceptó en un primer momento enviarle algunos caballeros, pero sus hombres se rebelaron contra la decisión, hasta el punto de que llegó a creerse que acabaron ejecutando al monarca, cosa que los historiadores modernos consideran que no ocurrió. Sin embargo, el resultado fue el mismo para los bizantinos, que se quedaron sin refuerzos.

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Con tan poco alentadores antecedentes, Alejo I dedicó los años siguientes a una intensa labor de propaganda, difundiendo los males que hacían los turcos a los cristianos y poniendo el acento en los peligros a los que hacía frente su imperio. Ideas que los bizantinos enviados a un concilio organizado por Urbano en 1095 se dedicaron a divulgar con fruición. Y el papa, incentivado por aquellos mensajes bizantinos, tuvo entonces una idea.

Calentando motores

El verano de 1095 se presenta con Urbano obsesionado con ayudar a Bizancio. El papa recorre diversas poblaciones de Francia, se reúne con los jerarcas de la Iglesia, conversa con peregrinos que han viajado a Tierra Santa y tiene noticias de gentes que han luchado contra el islam en la península ibérica. Todo mientras sostiene una intensa labor epistolar, tanteando a obispos de toda Europa para ponerlos de su parte de cara a un concilio que convoca en noviembre de ese mismo año en Clermont.

En esa ciudad francesa, Urbano II intenta reunir el mayor número posible de personas, logrando convocar a trescientos clérigos, entre los que se encuentran doce arzobispos y ochenta obispos, así como a un público relativamente numeroso de fieles. Gente política y militarmente decisiva, sin embargo, poca.

Urbano II en una miniatura del siglo XIV.

Urbano II en Clermont

Dominio público

Desde el 18 de noviembre, los participantes en el concilio debaten asuntos importantes para la Iglesia, como la excomunión del rey Felipe I de Francia por adulterio o la condena al obispo de Cambria por simonía. Pero el plato fuerte se fija para el día 27. La gente del papa se ha dedicado a difundir que se hará entonces un anuncio histórico, por lo que muchos curiosos se acercan a Clermont.

La gran proclama

Cuatro cronistas recogen sus palabras, pero ninguno lo hace con exactitud, ya que escriben años después del concilio. Aun así, gracias a ellos podemos reconstruir de forma aproximada el momento. El hombre más importante de la cristiandad eleva la voz y, en palabras de Fulquerio de Chartres, uno de esos cronistas, se presenta como “prelado en el mundo entero por el permiso de Dios”, exponiendo que en su nombre trae un mensaje muy urgente.

Roberto el Monje recoge las claves de la exhortación papal, basada en la descripción detallada del apocalipsis desatado en Oriente por los turcos, esos que avanzan maltratando cristianos y profanando santuarios “con espada, rapiñas e incendios”.

Es en estos pasajes clave, la exposición del enemigo, donde Urbano se recrea ante un público aterrorizado, describiendo cómo los turcos, tras manchar las iglesias “de sus inmundicias, circuncidan a los cristianos y derraman la sangre de esta circuncisión sobre los altares”. Esos mismos turcos sobre cuyo trato a las mujeres se hace una potente pregunta retórica el papa: “¿Qué diré acerca de la innombrable violación de las mujeres, acerca de lo cual es mucho peor hablar que callar?”.

El adversario está retratado. El papa da entonces una solución. Combatamos esos horrores, viene a decir, enviando una hueste armada, presidida por el símbolo de la cruz. Liberemos a los bizantinos de la presión del infierno turco. Hagámoslo por Cristo, pero también con la esperanza de un premio inigualable: la salvación eterna.

Prédica del papa Urbano II en el Concilio de Clermont

Prédica del papa Urbano II en el Concilio de Clermont

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Porque Urbano II promete la absolución de todos los pecados a quienes aborden una empresa que, a su juicio, solo puede concluir de una forma. Liberando los caminos de Tierra Santa de malhechores. Abriendo las puertas de Jerusalén a los cristianos. Arrebatando, ya que nos ponemos en camino, la Ciudad Santa a los musulmanes.

Un tumulto responde a las fervorosas palabras de Urbano: “Deus vult!”. Dios lo quiere. El grito con el que la multitud, enfebrecida, secunda a ese papa que todavía no es consciente del cataclismo que acaba de provocar.

Lo imposible

Tras el discurso, el obispo de Puy se arrodilla, en un gesto probablemente bien calculado, ante el papa. Es el primero en pedir permiso para unirse a la expedición, pero lo secundarán cientos de asistentes al concilio. Mas cuando el papa recorre el lugar con la mirada, sigue sin ver a príncipes de importancia capaces de levantar un ejército.

Aun así, mantiene la esperanza de sumar reclutas a los de Clermont, y utiliza los canales de la Iglesia para difundir su mensaje por toda Europa. En efecto, cuando en los países de la cristiandad se enteran de las palabras papales, nobles y plebeyos se suman rápidamente a la causa de Urbano.

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Muchos de ellos, en cierto modo, entraban dentro de las cuentas papales, como Raimundo de Tolosa, veterano de la guerra santa en la península ibérica y de la peregrinación a Jerusalén. Pero poco a poco, primero, y rápidamente, después, más nobles se unen a la misión para liberar Tierra Santa, que deberá arrancar en el verano de 1096.

Pese a este goteo de activistas militarizados, la cosa todavía no está clara. Baste como ejemplo la reacción de Génova, a la que el papa ha pedido una flota para apoyar al ejército cristiano en su viaje. Los genoveses, astutos, se comprometen con la causa, pero sus barcos no abandonan la seguridad de los puertos. Todavía no se fían.

Raimundo de Tolosa

Raimundo de Tolosa

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Es entonces cuando el papa asiste, en palabras del historiador Steven Runciman, a “un movimiento más grande del que suponía”, cuando empiezan a llegar reclutas desde tierras lejanas como Escocia y, más increíble todavía, desde los territorios controlados por su temible enemigo el emperador Enrique IV, quien cede algunos hombres de confianza a la empresa.

La predicación de Pedro el Ermitaño

Pero todavía más debe sorprenderse el papa cuando el llamamiento de Clermont se escapa de su control, hasta el punto de que miles y miles de personas de baja extracción social, pastoreadas por predicadores mendicantes como ese Pedro al que llaman el Ermitaño, colapsan los caminos avanzando, por su cuenta y riesgo, hacia las fronteras del Imperio bizantino.

Y si la sorpresa del papa es mayúscula, piensen en la del emperador Alejo I, que espera un ejército, pero no que de pronto aparezca en sus fronteras una infinidad de desharrapados, mal equipados y peor dirigidos, que no distinguen amigos de enemigos en sus saqueos y son solo el prólogo de algo impensable: la confederación de ejércitos, bajo el mando de multitud de señores feudales, que se preparan para seguir a los del Ermitaño en su viaje a Tierra Santa.

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La mayor sorpresa del éxito de Urbano se la llevó el mundo islámico, bien representado por un joven turco llamado Kili Arslan, que a sus diecisiete años ve cómo su sultanato en Anatolia es invadido por una horda occidental imparable que, en apenas tres años, reventará las puertas de Jerusalén sin que Urbano II tenga constancia de ello. El papa, desbordado por el éxito de su discurso en Clermont, muere antes de que las noticias de la caída de la Ciudad Santa lleguen a Roma.

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