La historia de España en el siglo XVII parece acabar con la derrota de Rocroi, en 1643. Los últimos años del reinado de Felipe IV quedan desdibujados y aún más el reinado de su hijo, el débil Carlos II (1665-1700), al que la historia tradicional consideraba el punto más bajo de la historia de España. En los últimos años, sin embargo, asistimos a un florecimiento de los estudios sobre el periodo con autores de la talla de Luis Ribot o Christopher Storrs. Los especialistas se preguntan ahora cómo pudo ser que, entre tanto desastre, la monarquía hispánica resistiera y no estallara en mil pedazos. La época del Hechizado, desde esta óptica, sería el inicio de una recuperación que se consolidaría con los primeros Borbones.
Para adentrarnos en las investigaciones más novedosas sobre aquel tiempo tan a menudo caricaturizado, nada mejor que Bifronte imperio de dos mundos (Iberoamericana). Este formidable volumen colectivo reúne estudios sobre el mandato del último de los Austrias en cada uno de sus dominios, con lo que tenemos una amplísima panorámica que introduce elementos de complejidad en una historia que se ha tendido a identificar, simplistamente, con la de Castilla.
En contra de la costumbre de ver todos los acontecimientos desde Madrid, aquí se nos recuerda que la monarquía de Carlos II poseía diversos corazones, indispensables para la movilización de recursos a gran escala. Uno era el reino de Nápoles, de donde salía el dinero para costear los gastos en otros territorios italianos. A su vez, los impuestos de los milaneses permitieron sufragar a los ejércitos del rey en distintos puntos de Europa.
La fiscalidad resultaba cada vez más onerosa. Las élites locales aceptaban contribuir con dinero y hombres a las necesidades bélicas de la monarquía porque, a cambio, esperaban ser recompensadas con honores. Títulos nobiliarios, por ejemplo. Existía, por tanto, una lógica de dar para recibir. Todo en el marco de una permanente negociación con la autoridad real. La Corona fue bastante hábil para alternar la coacción y el pacto en su trato con los representantes de las periferias. De esta forma, aunque Carlos II fuera, personalmente, un soberano débil, el poder de la monarquía como institución se vio paradójicamente reforzado.
Retrato de Carlos II
En medio de los continuos conflictos, el soberano se planteó modificar los sistemas de gobierno en algunos territorios que se habían rebelado. Eso sucedió, por ejemplo, en Mesina, Sicilia. El que se aplicaba a partir de entonces, según la terminología de la época, era una “Nueva Planta”. Como el lector ya habrá adivinado, encontramos aquí el precedente de lo que se haría en Catalunya tras el 11 de septiembre de 1714 con el fin de la guerra de Sucesión. En Mesina, como más tarde en Barcelona, se construiría una fortaleza militar para desincentivar posibles sublevaciones.
Sería una tentación imaginar que existió una política común desde Madrid para sus amplísimos dominios. No fue así. El gobierno imperial actuaba en cada uno de sus territorios en función de las circunstancias, con criterios más o menos centralizadores. En el caso de Catalunya, está claro que las autoridades reales desconfiaban de las élites del Principado. Otro asunto es que supieran exactamente lo que tenían que hacer. El conde de Chinchón comentó en 1689, a propósito de la revuelta de los barretines, un alzamiento campesino, que ningún camino ofrecía garantías plenas: “El castigar y el no castigar todo tiene inconveniente”.
América y la metrópoli
El vínculo centro-periferia hay que pensarlo a distintos niveles, no solo dentro de un marco europeo. Uno de los muchos méritos de Bifronte imperio es la forma en que pone en relación dos campos que con frecuencia viven de espaldas: la historia moderna y la historia de América. El lector profano averigua así que en las Indias era normal que los obispos ejercieran de virreyes, al contrario de lo que sucedía en Italia, donde no necesitaban al monarca para su promoción.
Otra cuestión interesante es la del idioma. En tiempos de Carlos II se intentó promocionar el uso del castellano entre las comunidades indígenas, a través de la enseñanza. Con escaso éxito, por lo que parece, a juzgar por las repeticiones de la misma disposición. En la práctica, el multilingüismo pervivió, aunque es cierto que el castellano ganó posiciones. No tanto porque fuera impulsado desde el poder como por el pragmatismo de ciertos sectores sociales, que encontraban ventajosa su utilización.
José Cadalso, el escritor ilustrado del siglo XVIII, dijo que, a la muerte del Hechizado, España no era más que el esqueleto de un gigante. La reciente historiografía rectifica esta visión tan pesimista, aún asentada en el imaginario colectivo, al mostrarnos que la del último Austria fue también una etapa creativa en la que el viejo imperio no había perdido todas sus fuerzas. Fue entonces cuando se pusieron las bases del reformismo borbónico. Pero los partidarios de Felipe V y de sus herederos, para ensalzar a su dinastía, tenían que ser duros con sus predecesores. La política es todavía así: la excusa de culpar a la herencia recibida siempre funciona bien.

