Así era el Siracusia, el “transatlántico” griego con spa, biblioteca y gimnasio de hace 2.000 años

Coloso del mar

Esta lujosa nave fue un proyecto del tirano de Siracusa Hierón II en el que participó su pariente Arquímedes. Sus dimensiones, sin embargo, lo redujeron a la condición de palacio flotante

El Siracusia en una copia del siglo XVIII de una representación de Nicolaes Witsen de 1671

El Siracusia en una copia del siglo XVIII de una representación de Nicolaes Witsen de 1671

Dominio público

Muy pocos barcos de la Antigüedad tenían nombre propio. O, al menos, estos no han llegado hasta nosotros. Entre esas excepciones algunos ostentan orígenes legendarios, como el Argo, que llevó a Jasón y sus compañeros a la búsqueda del vellocino de oro, o el Nausitoos, atribuido a la nave de Ulises.

Quizá existieron de verdad el Isis, descrito por Luciano de Samosata –aunque este autor aconseja a sus lectores en otra obra, Vera Historia, que no crean nada de lo que describe en ella–. O el monstruoso Tessarakonteres (en griego, cuarenta remos), una galera-catamarán propulsada por cuatro mil remeros, que nunca navegó y cuyo uso fue puramente ceremonial.

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Sin embargo, hubo una embarcación que sí existió e incluso surcó las aguas del Mediterráneo: el Siracusia, un arriesgado capricho de Hierón II, gobernante de Siracusa durante el siglo III a. C. Reinar cincuenta y cinco años seguidos era algo insólito en la época, sobre todo, teniendo en cuenta que se vio envuelto en constantes luchas contra mercenarios itálicos y contra los propios romanos durante la primera guerra púnica.

Hierón, muy prudentemente, se dio cuenta de la desproporción de sus fuerzas frente a los atacantes latinos, así que, a los siete años de su reinado, decidió someterse a ellos. Pagó una cuantiosa indemnización y cedió parte de sus tropas para luchar contra Cartago. Gracias a estas medidas, para Siracusa empezó una edad de relativa paz y prosperidad que se prolongaría hasta su muerte, en 215 a. C.

Arquímedes, inventor y “detective”

Durante esa época, Siracusa mantuvo una poderosa flota de carácter defensivo. Hierón encomendó a un ilustre pariente, Arquímedes, la construcción de artilugios bélicos para rechazar un eventual ataque contra sus murallas. Fruto de su inventiva fueron palancas y garfios capaces de agarrar una nave por la proa, elevarla en vertical y dejarla caer en el mar provocando su hundimiento. A su vez, la polea compuesta permitía multiplicar la fuerza, de forma que se hiciera real la frase del propio Arquímedes sobre mover el mundo con solo un punto de apoyo.

Arquímedes también diseñó catapultas y armas ofensivas. La ingeniosa idea de incendiar los buques enemigos concentrando sobre ellos el calor del sol ha dado pie a todo tipo de especulaciones. En la serie de televisión MythBusters se intentó reproducirla con trescientos espejos planos (los cóncavos todavía no estaban al alcance de la tecnología de la época) apuntados contra una barca de madera.

Hierón de Siracusa llama a Arquímedes

Hierón de Siracusa llama a Arquímedes

Dominio público

El resultado fue negativo, no solo en el primer intento de 2004, sino en varias pruebas posteriores. Aunque otros autores, entre los siglos XVIII y XIX, aseguran haber hecho la prueba e incendiado barcos a distancias de unos cincuenta metros.

Durante la larga época de prosperidad de Hierón II, Arquímedes se dedicó a actividades más pacíficas. Es famoso el caso de la corona de oro que el rey sospechaba que había sido adulterada. Necesitaba una confirmación, pero sin dañar la pieza. Se dice que Arquímedes meditaba sobre este problema mientras tomaba un baño, cuando descubrió que el líquido que rebosaba de la bañera permitía calcular el volumen del cuerpo sumergido. Bastaría, pues, equilibrar la corona con un peso igual de oro y sumergir la balanza en agua. Si la densidad de ambos platillos no era la misma, el fiel se inclinaría hacia el más denso (o sea, el oro puro).

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El final de la historia es conocido. Un exaltado Arquímedes corrió desnudo por las calles de Siracusa gritando “¡Eureka!” (lo encontré). Efectivamente, el orfebre había mezclado una cantidad de plata con el oro. Las crónicas no cuentan qué le sucedió al pobre hombre, pero las costumbres de la época y la categoría del cliente estafado sugieren no ser muy optimistas al respecto.

Sin parangón

Hierón, encantado con las habilidades de su pariente, le encargó supervisar parte de su nuevo proyecto: la construcción del mayor barco que había surcado nunca el Mediterráneo. Una nave cuyas dimensiones y extravagante lujo dejarían boquiabiertos no solo a sus contemporáneos, sino también a los pasajeros de los modernos cruceros.

Dirigió la construcción el maestro Arquías de Corinto, que tuvo a su disposición los mejores materiales. El casco estaba hecho con maderas de pino, abeto y roble procedentes de las laderas del Etna. Las planchas se unían mediante la técnica fenicia, insertando clavijas de madera en huecos practicados en cada pieza.

Efigie de Hierón II

Efigie de Hierón II

ArchaiOptix / CC BY-SA 4.0

Para reforzar las uniones se utilizaban clavos metálicos, sobre todo de cobre, con un peso que oscilaba entre los cinco y los siete kilos. Y, por último, la quilla iba recubierta con una fina lámina de plomo. En parte, para reducir la adherencia de moluscos, pero también como protección contra arietes de naves enemigas.

El casco se calafateó con cáñamo y alquitrán provenientes de las riberas del Ródano, en la Galia transalpina, donde se obtenía por destilación de maderas resinosas. Su eslora alcanzaba los 110 metros, más o menos la misma que un moderno barco de cruceros fluviales (aunque muy inferior a los grandes cruceros trasatlánticos, tres veces mayores). No obstante, en anchura tenía poco que envidiarles: 24 metros, la mitad que el Queen Mary 2. Eso sí, esas cifras pueden resultar exageradas, y algún otro testimonio las reduce a la mitad.

Lujoso y bien armado

Por cuidadosa que fuese su construcción, las filtraciones hacían que el agua se acumulase en la bodega. Arquímedes diseñó una bomba de achique en forma de tubo con un tornillo helicoidal en su interior, dispositivo que se sigue empleando hoy en día no solo para manejar líquidos, sino también materiales en grano, como harina o cereales. No hace mucho, en Burriana, se construyó un sistema de drenaje que utiliza dos enormes tornillos de 20 toneladas cada uno capaces de evacuar casi tres mil litros de agua por segundo.

Cromolitografía de E. Wormser de 1856 del tornillo hidráulico de Arquímedes

Cromolitografía de E. Wormser de 1856 del tornillo hidráulico de Arquímedes

SSPL/Getty Images

El Siracusia tenía propulsión mixta. Tres mástiles sostenían las velas, sostenidas por decenas de metros de cordaje de cáñamo importado de Hispania. Y veinte filas de remos a cada lado, movidos por una dotación de seiscientos remeros. Además, un contingente de hasta cuatrocientos soldados rechazaba posibles ataques y, con toda probabilidad, garantizaba también el orden a bordo.

Su lujo era deslumbrante. Para un pasaje de unas mil personas, como máximo, ofrecía 142 camarotes de lujo, decorados con maderas preciosas y marfil. Algunos relieves mostraban episodios míticos, basados, sobre todo, en las gestas de la Ilíada. En la bodega, unos depósitos de agua con capacidad para 30 metros cúbicos abastecían a la red de suministro, por la que unas bombas impulsaban agua fría y caliente.

Las extravagancias se extendían por todo el barco: suelos de mármol, una piscina de agua templada y una cisterna de agua salada con peces vivos. Biblioteca, gimnasio y termas a disposición del pasaje. Establos para una veintena de caballos. Una triple cubierta sostenida por columnas también de mármol, y un templo dedicado a Afrodita. Jardines con plantas que crecían desde grandes macetas y que los servidores regaban periódicamente. Y un surtido de estatuas decorativas, entre la que destacaba el propio Atlas, encargado de sostener el cielo sobre sus hombros.

Réplica del Siracusia en el Museo de Tecnología de la Antigua Grecia Kotsanas en Atenas

Réplica del Siracusia en el Museo de Tecnología de la Antigua Grecia Kotsanas en Atenas

Denexeitelos / CC BY-SA 4.0

Para la defensa contra posibles abordajes, aparte de la guarnición militar de a bordo, el Siracusia disponía de ocho torres armadas con catapultas de torsión a base de ovillos de soga y tendones de animales (otra de las mejoras debidas a Arquímedes). En lo alto de cada una podían acomodarse un puñado de soldados y arqueros con armas ligeras. A proa montaba también una ballesta gigante. Es dudoso que llevase otro tipo de armamento, como la garra para asir y volcar embarcaciones enemigas, pero, por sus dimensiones, bien pudiera haberla incluido.

Elefante blanco

No había puerto que pudiera acoger semejante monstruo flotante. Ni el de la propia Siracusa. Como se había construido en un astillero en tierra firme, la misma maniobra de botadura planteaba graves problemas, puesto que ni siquiera toda la cuadrilla de obreros, apoyada por bestias de carga, podía arrastrarlo hasta el agua. Arquímedes lo resolvió diseñando un sistema de palancas y poleas múltiples que, según cronistas de la época, “permitió deslizarlo por la plataforma con absoluta suavidad”.

Hierón se dio cuenta que su megalomanía había producido un “elefante blanco”, que solo servía para presumir. Puesto a sacarle algún provecho, decidió regalarlo como muestra de buena voluntad a otro gobernante. O tal vez para garantizar una alianza ante posibles conflictos con los romanos. El mejor candidato era el egipcio Ptolomeo III, ya que, aparte de su potencia militar, que convenía tener de su lado, Alejandría era uno de los poquísimos puertos con capacidad para acoger aquella ciudad flotante.

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Dicho y hecho: el Siracusia partió hacia su nuevo destino llevando a bordo a una delegación siciliana (es posible que incluyese al propio Arquímedes) y una dotación de doscientos soldados, por si durante el trayecto topaba con piratas.

Sin duda, hubiese sido una presa muy apetecible. Aparte de sus riquezas ornamentales y suntuarias, en la bodega cargaba alrededor de dos mil toneladas de grano, quinientas de lana, diez mil ánforas de pescado encurtido y la joya de la isla, un depósito con seis toneladas de aceite de oliva. A precio actual, su valor rondaría el millón de euros. Si se trataba de un regalo para Ptolomeo, era, ciertamente, un regalo regio.

Cambio de nombre

Desconocemos la reacción del faraón egipcio el ver aproximarse la mole del Siracusia. Una vez fondeado, lo primero que hizo fue cambiarle el nombre. A partir de entonces se llamaría Alexandría. Pero la dificultad de desplazar aquel coloso le impidió volver a navegar por mar abierto. Al menos, no se tienen noticias de ello. Quedó convertido en un palacio flotante destinado al entretenimiento cortesano.

El destino final del Siracusia es incierto. Algunos autores afirman que naufragó cerca de Creta, lo que contradice la afirmación de que no volvió a navegar. Otros sugieren que embarrancó en Alejandría. En todo caso, es difícil llegar a conclusiones con veintitrés siglos de distancia.

Curiosamente, aunque desconocemos el destino de Siracusia o del Tessarakonteres, sí sabemos cómo terminó una nave inexistente, la mítica Argo. En el siglo II d. C., el astrónomo Claudio Ptolomeo la incluyó en su catálogo de constelaciones con el nombre de Argo Navis. Pero era demasiado grande, así que mil quinientos años después otro astrónomo, Nicolas-Louis de Lacaille la dividió en tres. Hoy puede verse, despiezada, en los cielos del hemisferio austral: son las constelaciones de Carina (la quilla), Puppis (la popa) y Vela.

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