“Es deseable que los centuriones, más que osados y temerarios, sean buenos conocedores del arte de mandar”. Así empezaba Polibio su enumeración de las cualidades que se esperaban de estos oficiales de las legiones romanas. El historiador de Megálopolis continuaba su descripción afirmando que también se esperaba de ellos que “sean firmes no solo para atacar […], sino también para resistir cuando están en inferioridad de condiciones o en un aprieto”.
Con estos requisitos, no es de extrañar que los centuriones fuesen considerados una pieza clave dentro de las legiones. La tradición decía que fue el propio Rómulo, fundador de Roma, quien nombró a los primeros mandos de esta categoría, uno por cada cien soldados, de ahí su designación.
Si se quiere una referencia con más base histórica, el historiador Dionisio de Halicarnaso sitúa su aparición en la reforma del ejército romano que hizo el rey de origen etrusco Servio Tulio (578 a. C.-c. 534 a. C.), que buscaba promocionar a los soldados que mostraban valor. A partir de entonces, estos oficiales se convirtieron en el pilar del sistema militar.
Durante buena parte de la República y del Imperio, los mandos principales de una legión –el legado y los tribunos– eran cargos que dependían de los vaivenes políticos y podían estar poco tiempo en sus puestos. En cambio, los centuriones podían pasar lustros sirviendo en una unidad, así que era su responsabilidad transmitir la tradición militar romana a los jóvenes legionarios.

Relieve que representa a las legiones romanas en formación
También existían centuriones en las unidades de auxiliares, las formaciones compuestas por habitantes del Imperio que no poseían la ciudadanía romana. Evidentemente, estos hombres no gozaban del prestigio castrense y social que tenían sus contrapartidas legionarias.
Además, el sistema militar sería un reflejo de la sociedad romana y evolucionó en paralelo. Durante buena parte del período republicano, siglos VI-II a. C., los centuriones fueron escogidos por los propios soldados, cuando las legiones eran un ejército de ciudadanos que servían por un año en función de las necesidades militares del momento.
A partir del siglo II a. C., cuando Roma ya disponía de amplios dominios en el Mediterráneo, resultó imprescindible un ejército más profesionalizado, y la designación de un centurión pasó a depender de los mandos militares. Los candidatos a un ascenso ya no solo dependían de sus cualidades de mando y en combate, sino que cada vez pesaban más las conexiones sociales.
Con la profesionalización, en particular a partir de la reforma de Mario hacia el año 107 a. C., muchos jóvenes de la clase ecuestre (baja aristocracia) accedían al cargo de centurión como inicio de su carrera pública. De hecho, a partir del siglo III d. C. se convirtió en la primera vía de entrada a los cargos públicos de esta extracción social. En estos casos, el Senado o el emperador correspondiente aprobaban su nombramiento.

Medallón funerario de un centurión del siglo II encontrado en Carintia (Austria)
El incremento de la paga fue sustancial desde la profesionalización. Hacia el final de la República (siglo I a. C.) la paga de un centurión quintuplicaba la de un legionario. En época imperial (a partir de 27 a. C.), Augusto aumentó el salario hasta multiplicar por quince el de la tropa, para así asegurarse de que sus legiones contaban con un cuerpo de oficiales veteranos.
Por supuesto, cuando los grandes líderes romanos otorgaban pagas extras por servicios extraordinarios en una campaña militar, los centuriones también recibían un estipendio mayor.
Además, en otra muestra del sistema clientelar tan propio de la época, los oficiales que demostraban su lealtad en sus años de servicio a legados o gobernadores eran premiados con cargos en las administraciones provinciales, una vez dejaban la vida militar.
En época imperial, al margen de los aumentos salariales, los césares recurrieron a otra vía para asegurarse la lealtad de las legiones. Entonces era habitual que los miembros de la guardia pretoriana, que habían demostrado su lealtad al emperador de turno, fueran nombrados centuriones y destinados a las guarniciones en las provincias.
La creencia de la época era que la lealtad de una legión se conseguía si se contaba con la fidelidad de sus centuriones. De igual manera, cuando había un motín, solían ser las primeras víctimas de los legionarios insurrectos.

Carga inicial de los germanos contra las legiones romanas en la batalla de Teutoburgo
Sobre el papel, el número de centuriones por legión era de unos 60. Esta cifra podía ser menor en tiempos de escasez de personal (por bajas en combate o falta de reclutas) o mayor –algunos oficiales muy veteranos pasaban a desempeñar tareas administrativas–.
Cada uno de estos oficiales mandaba sobre una centuria, una formación de 100 hombres en sus orígenes, pero que luego pasó a estar compuesta por 80 efectivos en la época imperial (siglos I a. C.-V d. C.).
En una legión había 59 centurias repartidas en diez cohortes. El centurión que faltaba para llegar a los 60 era el primus pilus, el más veterano, comandante de la primera cohorte. La experiencia de haber servido durante décadas también le otorgaba derecho a participar en las reuniones con los altos oficiales: el legado y los tribunos.
Funciones en tiempos de paz y guerra
Si no estaban en campaña, su principal función era la instrucción de los legionarios: tanto formar a los más jóvenes como mantener en buen estado físico a los más bregados.
En esta preparación para la batalla, los centuriones eran famosos por sus métodos rigurosos, que en muchas ocasiones rozaban la crueldad, en particular tras la profesionalización de las legiones a partir del siglo I a. C. Por este motivo, no era extraño que muchos soldados recurrieran a los sobornos para intentar suavizar este trato.
Este rol autoritario se materializaba en la vara de vid que llevaban estos oficiales. Las empleaban como un bastón de mando para recordar a las tropas quién mandaba. También los empleaban para aplicar castigos físicos en los entrenamientos o para mantener la disciplina y que nadie rompiera la formación en la línea de batalla.
Además de la instrucción, los centuriones se encargaban de la gestión de diversos aspectos del campamento, como la distribución de órdenes para las tareas diarias. Por ejemplo, los turnos de guardia.
La mano derecha de los centuriones eran los optios, sus subordinados inmediatos, quienes les ayudaban a mantener la disciplina en el campamento y durante los combates. Otro cargo bajo su mando era el de los tesserarius, una especie de sargentos, que tenían la responsabilidad de que se cumplían las órdenes dictadas durante las guardias, particularmente las nocturnas.

Un ejército romano en combate contra los germanos
Cuando el ejército marchaba en campaña, un centurión supervisaba la construcción de las empalizadas y fosos que protegían los campamentos. Pero el momento en que más se esperaba de un centurión era en la batalla.
En el momento que aparecía el enemigo, los centuriones debían ejecutar las órdenes que habían recibido del legado de la legión. Se situaban siempre en vanguardia, para inspirar con su ejemplo a las tropas. Hay varias versiones sobre dónde se ubicaban. Según algunos historiadores lo hacían a la derecha de su centuria, mientras que otros dicen que lo hacían en algún punto de la primera línea.
En cualquier caso, los centuriones asumían grandes riesgos. Así se demuestra por su alto porcentaje de bajas. Por ejemplo, Julio César, cuando describió la batalla del río Sambre (57 a. C.) en sus Comentarios a la guerra de las Galias, explicó que la legión XII perdió a casi todos sus oficiales combatiendo a los belgas.
Los enemigos de Roma también los convertían en un objetivo preferente cuando se enfrentaban a las legiones. Por ejemplo, tal como narra Apiano, el ejército de Mitrídates VI de Ponto mató a 150 de estos oficiales en la batalla de Zela (67 a. C.) de un total de 7.000 efectivos en las filas republicanas.

Busto de Mitrídates VI
Se esperaba tanto de los centuriones que eran condenados a muerte si exhibían cobardía en la lucha. Cuando se aplicaba la pena capital por esta causa, normalmente un grupo de legionarios se encargaba de apalear al hombre que había demostrado falta de agallas.
Más allá del campo de batalla, los centuriones de confianza de los legados y otros líderes romanos solían ser destinados a misiones especiales. Apiano explica que Julio César encargó a uno de estos oficiales y a un grupo selecto de soldados que se vistieran de civiles para infiltrarse en Ariminum (actual Rímini) y facilitar la captura de esta ciudad leal a Pompeyo.
A partir de la segunda mitad del siglo II d. C. cuando comenzó a aumentar la presión en las fronteras romanas, se hizo necesario aumentar los destacamentos en algunos puntos. No siempre podía desplegarse a una legión entera, y se establecían guarniciones más pequeñas que normalmente estaban al cargo de uno de estos oficiales y compuestas por tropas locales (numeri).
Cuando el Imperio romano sobrevivió en Oriente, la estructura militar bizantina mantuvo el cargo de centurión, aunque pasó a denominarse con su variante en griego: kentarchos. Aunque las legiones desaparecieron como formación castrense, estos oficiales siguieron teniendo puestos de mando en los ejércitos de Constantinopla.