Durante el Reino Antiguo (c. 2686-2181 a. C.) Y el Reino Medio (c. 2050-1750 a. C.), parece que la milicia era una ocupación estacional, para la cual el Estado reclutaba soldados en todo su dominio. Se trataba de fuerzas destinadas a cumplir una misión concreta, tras la cual eran licenciadas. Ese mismo principio se utilizaba para organizar expediciones al desierto en busca de piedras especiales.
Por estas fechas, los ejércitos ya podían ser numerosos, igual que las expediciones al Wadi Hammamat, una de las cuales sabemos que estuvo formada por 2.350 personas. Cifra que queda en anecdótica cuando nos enteramos de que Amenemhat, visir de Montuhotep IV (XI dinastía), llevó al Wadi Hammamat una expedición compuesta por diez mil hombres.
Esta cifra vuelve a quedarse en nada comparada con las 18.728 personas dirigidas por Ameny al mismo lugar durante el reinado de Senuseret I (XII dinastía). Unos efectivos similares podían ser reclutados y utilizados contra cualquiera de los “nueve arcos”, que era la expresión utilizada por los egipcios para referirse a sus enemigos de un modo general; eso sí, la composición concreta de ese grupo fue variando según el paso del tiempo y la política exterior faraónica.
De este modo llegamos al Reino Nuevo (c. 1550-1070 a. C.), cuando los ejércitos del faraón salían en campaña un año sí y el otro también, unas veces a Siria-Palestina y otras a Nubia. El ejército era ya una institución permanente, y sus mandamases, gentes de relevancia social. No olvidemos que Horemheb había sido general antes de acceder al trono y que eligió como sucesor a un colega de armas, Ramsés I.
Una estructura sofisticada
El capitán general de todos los ejércitos era el faraón, que, como sabemos, por el caso de Tutmosis I, Tutmosis III, Seti I, Ramsés II o Ramsés III, no dudó en ponerse al frente de sus tropas al partir en campaña. Dado que el faraón no participaba en todas las batallas, un grupo de generales con experiencia actuaba como su Estado Mayor, encabezado por el visir, el cual hacía las veces de ministro de la Guerra.
En el valle del Nilo había un cuerpo de ejército en el Alto Egipto y otro en el Bajo Egipto, cada uno a las órdenes de un capitán de corbeta del Ejército. Por debajo se encontraba una jerarquía formada por un general, un escriba de infantería, un comandante de ejército, un portaestandarte y un ayudante. Como es lógico, además de los soldados, había una estructura administrativa dedicada a proporcionar la intendencia que permitía combatir a aquellos. Los sempiternos escribas, quienes actuaban como secretarios e intendentes, se dividían en escribas de distribución, escribas de reunión y escribas del Ejército.
El faraón egipcio Ramsés II en su carro de combate
En cuanto a los miembros de la sufrida infantería, su escalafón más bajo estaba compuesto por los soldados de línea, que se dividían en tres grupos diferentes: novatos, veteranos y un cuerpo de élite, los bravos del rey. Estos soldados de a pie se encontraban a las órdenes de un jefe de pelotón, un jefe de las tropas de la guarnición y un jefe de escuadra. La infantería contaba, además, con el apoyo de cuerpos de arqueros.
Junto a los soldados nativos, los ejércitos egipcios del Reino Nuevo contaron con un grupo cada vez más importante de soldados extranjeros. Algunos eran reclutados, como los arqueros nubios medjay y los naharin, que tan resolutivos fueron durante la batalla de Kadesh; pero otros fueron incorporados tras ser hechos prisioneros de guerra y marcados al fuego.
Por tierra y mar
Atendiendo al ejército que acompañó a Ramsés II a combatir en Kadesh, parece que las aguerridas fuerzas egipcias estaban compuestas por cuatro divisiones, cada una de ellas bajo la advocación de un dios: Ra, Seth, Horus y Ptah. Teóricamente, cada división al completo constaba de unos cinco mil soldados, siendo el mínimo un millar de infantes, divididos en dos brigadas de quinientos soldados cada una, las cuales estaban subdivididas, a su vez, en regimientos de doscientos cincuenta infantes.
Por su parte, cada regimiento constaba de cinco pelotones de cincuenta soldados, y cada pelotón, mandado por un “jefe de los cincuenta”, estaba compuesto por escuadras de diez infantes.
Además, las fuerzas terrestres se veían acompañadas por dos cuerpos de combate especiales, las divisiones de carros y los barcos de la armada egipcia. Los primeros se encontraban al mando de un capitán de corbeta de los carros y estaban divididos en escuadrones de veinticinco unidades, cada una de las cuales estaba subordinada a un carrero de la residencia. Por supuesto, a estos carreros había que sumarles los caballerizos, veterinarios y demás auxiliares encargados de la salud de los animales (muy valiosos y caros de mantener) y del buen estado de las máquinas de guerra (lo máximo en tecnología militar de la época).
En cuanto a la Marina, hay que precisar que el número de embarcaciones y sus tipos son difíciles de cuantificar, pero, sin duda, fue equiparable en potencia, al menos fluvial, a su contrapartida terrestre.
Los sufridos soldados
No era la vida del soldado un devenir agradable, como leemos en el papiro Anastasi III: “Ven, te voy a describir una imagen vívida y agradable de la suerte de un infante, el muy ejercitado: es llevado cuando es un niño de nbi y confinado en una barraca. Le dan un golpe doloroso en su cuerpo, un golpe salvaje en el ojo y uno increíblemente penoso en su frente. La cabeza se le abre con una herida. Está tendido y es golpeado como una pieza de papiro. Está despellejado por los golpes”.
Un ejército profesional, como el egipcio del Reino Nuevo, requería de sus soldados una formación y adiestramiento continuos, pues de lo contrario no hubieran podido llevar a cabo las tareas encomendadas por el faraón para mantener el caos alejado de Egipto y ampliar las fronteras heredadas de su padre.
Escena de la batalla de Kadesh
Varios son los lugares donde podemos ver a los soldados del faraón ejercitándose. Uno de ellos son unos bloques de la calzada de acceso de la pirámide de Sahura, pero, por desgracia, se trata solo de tres registros. En el primero, seis parejas de soldados se enfrentan entre sí desarmadas; la primera de ellas, observada por un compañero que parece estar juzgando su técnica. En el segundo registro, el combate se realiza con palos, y, de nuevo, parece haber un instructor que corrige la técnica de uno de los hombres. Finalmente, en el registro superior, tres soldados disparan sus flechas contra un poste clavado en el suelo; esta vez, cada uno de ellos cuenta con su propio instructor.
Combates cuerpo a cuerpo de entrenamiento vemos también en varias de las tumbas de Beni Hassan, donde, además, se incluyen escenas de asalto a fortalezas. Y no solo los soldados se entrenaban, también los faraones, algunos de los cuales presumían de ser tan fuertes y combativos como sus hombres.
En algunos textos encontramos descrita la variedad de tácticas que utilizaban los ejércitos del faraón. Una de las más aplicadas era el ataque en pinza, donde se combinaban fuerzas terrestres y navales. Es lo que nos cuenta el sempiterno Weni, que lo utilizó en una de sus misiones: “Se informó de que las fuerzas enemigas se encontraban entre esos extranjeros en el desfiladero debajo del país de ‘la Gacela’. Atravesé el mar en barcos apropiados con estas tropas, y tomé tierra detrás de la altura de la montaña al norte del país de los-habitantes-de-las-arenas, mientras que toda una mitad de este cuerpo de expedición permanecía sobre el camino terrestre. Volví hacia atrás tras haberlos rodeado a todos, de modo que todo enemigo entre ellos fue muerto”.
Una táctica similar fue utilizada por el jovenzuelo impetuoso que era entonces Ramsés II durante su primer intento de recuperar Kadesh. Mientras sus cuatro divisiones de infantería recorrían el camino terrestre que las llevaría hasta la ciudad del Orontes, por la costa mandó a sus soldados de élite extranjeros, los naharin. De algún modo, ambos grupos consiguieron la coordinación necesaria para que estos últimos llegaran justo cuando el faraón luchaba desesperado intentando rechazar a la coalición hitita, para así cambiar el signo del combate.
Representación del sitio de Dapur
Ramsés III también empleó una combinación de fuerzas navales y terrestres para acabar con la amenaza de los pueblos del mar, que llegaron a Egipto con intención de instalarse tras desolar todo el arco del Mediterráneo oriental. Conocemos el combate gracias a la descripción de los relieves de su templo funerario, Medinet Habu. Parece que los egipcios organizaron una celada y consiguieron que los enemigos se introdujeran en la rama del delta que deseaban, donde, por un lado, se toparon con los navíos de su majestad, impidiéndoles tanto el paso como después retroceder, mientras desde la orilla los arqueros egipcios, incluido el propio faraón, los bombardeaban con sus saetas.
Sin miedo a nada
Los soldados egipcios apenas se cubrían con un faldellín, se protegían con un escudo de piel y llevaban poco más que una lanza, una espada de forma rara, un arco y unas flechas, pero los ejércitos del faraón no se arredraron ante nada.
En alguna ocasión, la táctica del comandante egipcio consistió en pensar como el enemigo y ser más osado que los miembros de su Estado Mayor, demasiado timoratos para seguir el camino más recto y peligroso. El comandante en cuestión era Tutmosis III, y su objetivo, la conquista de la ciudad de Megido. Tres caminos se abrían ante él y sus ejércitos, dos largos y evidentes y un tercero directo, rápido y muy peligroso. Llamando pusilánimes a sus generales, Tutmosis III se decidió por esta última opción, y, con su ejército en fila de uno, atravesó un peligroso desfiladero que le permitió llegar a la llanura de Megido sin ser detectado por las fuerzas enemigas, a las que derrotó con facilidad.
Bajorrelieve de Tutmosis III dominando a sus enemigos
Para su desgracia, en vez de rematar la jugada, sus soldados se dedicaron a saquear el campamento enemigo ante las puertas, y los soldados consiguieron refugiarse tras las murallas de Megido. No les valió de mucho, porque tras un asedio se rindieron ante el poderoso brazo del soberano.
Está claro que la poliorcética de los egipcios no tenía punto de comparación con la de los romanos en cuanto a máquinas de asedio: las escenas nos muestran poco más que unas escalas con ruedas y a los zapadores bajo las murallas; en cambio, sus fortalezas, como se pudo comprobar al estudiar las de Nubia, contaban con todos los adelantos.
A veces, la mejor táctica era no enfrentarse a un enemigo parejo de fuerzas sobre el que obtener una victoria pírrica, o demasiado poderoso para ser derrotado. Nos lo cuenta Ankhtify el Bravo, un nomarca del Primer Período Intermedio (c. 2190-2050 a. C.): “Mi tropa de fieles buscaba entablar el combate al occidente de Tebas, pero nadie salió a causa del miedo a ellos. Después de haber descendido la corriente desembarqué de nuevo al oriente del nomo de Tebas, estando en la retaguardia de la flota en la ‘tumba de Imebi’ y la vanguardia de la flota en los ‘campos de Sega’. Se puso sitio a sus murallas, pues habían echado los cerrojos del miedo a ellos. Entonces esta valiente tropa de fieles se convirtió en ojeadores, por el occidente y el oriente del nomo de Tebas, buscando entablar el combate, pero nadie salió a causa del temor a ellos”.
Este texto forma parte de un artículo publicado en el número 691 de la revista Historia y Vida. ¿Tienes algo que aportar? Escríbenos a [email protected].



